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Vademécum de Apologética Católica

La segunda mitad del siglo XX, sobre todo en sus tres últimas décadas, asistió a intentos más o menos burdos de manipulación de la figura de Jesucristo para apoyar modelos de vida, de sociedad y de acción política que poco o nada tienen que ver con el Jesús de la historia y de la fe. Así surgió el Cristo cósmico o esotérico de la Nueva Era, el Cristo hippie de la generación del ’68 y el Cristo revolucionario de corte marxista de la teología de la liberación.

En las últimas décadas, muchos dentro y fuera de la Iglesia han intentado promocionar la ideología política izquierdista disfrazándola con ropaje cristiano. De esa manera la fe cristiana queda reducida a una herramienta para la liberación de las clases trabajadoras. Quienes apoyan la idea de una sociedad cristiana supuestamente comunista usan frecuentemente textos extraídos de las Santas Escrituras que, aislados de su contexto, parecieran apoyar la idea de una sociedad cristiana donde no hay propiedad privada y donde las riquezas materiales son intrínsecamente malas. Estas ideas y otras que componen la teología de la liberación, pasan por alto el mensaje completo del Evangelio, reduciéndolo y privándolo de su verdadero mensaje liberador.

La doctrina social de la Iglesia exhorta a la caridad con aquellos menos afortunados y a una justa distribución de las riquezas en la sociedad cristiana. La Iglesia va más allá de la mera exhortación y practica la caridad por todos los medios a su alcance, lo cual se puede comprobar fácilmente al observar en detalle la actividad internacional de los muchos grupos caritativos católicos sostenidos por la Iglesia. Estas actividades caritativas surgen desde el corazón de la Iglesia y son una manifestación de su espíritu actuando libremente en imitación de Cristo, quien vivió su ministerio rodeado de los más necesitados de entre el pueblo de su tiempo. Al analizar las porciones de la Escritura más frecuentemente citadas por los propagadores de la teología de la liberación, notaremos que en ninguna de ellas se exhorta al reparto compulsivo de las riquezas, ni al uso de la violencia, ni tampoco a la lucha de clases.

Hechos 4, 34-35 — No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta y lo ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según su necesidad.

Esta práctica comunitaria de la Iglesia en la antigua Jerusalén es ciertamente loable. Es de suponer que el incipiente número de cristianos en esos años, hiciera posible que se compartieran justamente los recursos del grupo. También sabemos que quienes compartían sus bienes lo hacían en forma voluntaria. En ningún sitio vemos que la Biblia apruebe la confiscación de la propiedad privada. En la Iglesia primitiva, todo el que ayudaba a los pobres lo hacía libremente. Nadie tomaba las posesiones de otros para dárselas a los pobres. Hacer tal cosa se habría visto como un robo, con la violación del libre albedrío del individuo.

Hechos 5, 1-10 — Un hombre llamado Ananías, de acuerdo con su mujer Safira, vendió una propiedad y se quedó con una parte del precio, sabiéndolo también su mujer; la otra parte la trajo y la puso a los pies de los apóstoles. Pedro le dijo: «Ananías, ¿cómo es que Satanás llenó tu corazón para mentir al Espíritu Santo y quedarte con parte del precio del campo? ¿Es que mientras lo tenías no era tuyo y una vez vendido no podías disponer del precio? ¿Por qué determinaste en tu corazón hacer esto? Nos has mentido a los hombres, sino a Dios.» Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró. Y un gran temor se apoderó de cuantos lo oyeron. Se levantaron los jóvenes, le amortajaron y le llevaron a enterrar. Unas tres horas más tarde entró su mujer que ignoraba lo que había pasado. Pedro le preguntó: «Dime, ¿habéis vendido en tanto el campo?» Ella respondió: «Sí, en eso.» Y Pedro le replicó: «¿Cómo os habéis puesto de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? Mira, aquí a la puerta están los pies de los que han enterrado a tu marido; ellos te llevarán a ti.» Al instante ella cayó a sus pies y expiró. Entrando los jóvenes, la hallaron muerta y la llevaron a enterrar junto a su marido.

Un buen ejemplo es el caso de Ananías y Zafira, dos cristianos de ese tiempo que pretendieron engañar al apóstol San Pedro reteniendo parte del dinero que habían obtenido por la venta de un campo. Nótese que San Pedro los condena por mentir y por tratar de hacer creer a la Iglesia que estaban dándolo todo cuando en realidad se reservaban una parte. El apóstol les recueda que ellos tenían la libertad de retener el campo, o el dinero de la venta o una parte en su totalidad, pues estaban en todo su derecho de hacer lo que quisieran con su propiedad. Sin embargo Ananías y Zafira buscan que la comunidad los tenga por muy abnegados y generosos, buscando de hecho la vana y pasajera admiración de los hombres y no el favor de Dios. Por sus acciones, demostraron no creer en la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia y fueron condenados en forma fulminante.

Marcos 10, 21-22 — Jesús lo miró con amor y le dijo: «Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme». El, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes.

El joven rico se acerca a Cristo pero no puede renunciar a sus riquezas. Cristo siempre habló de la libertad individual para elegir el camino bueno o para alejarse del mismo. El sabía que la coerción—incluso por aparentes buenos motivos—viola la verdadera naturaleza de la humanidad. Dios nos creó con libre albedrío. Es un don que El nunca retira. El hombre rico se equivocó al valorar los bienes materiales por encima de la llamada de Cristo. Esperamos que, en alguna fecha posterior, el joven haya tomado conciencia de su error y haya seguido al Señor. Pero, quitarle por la fuerza sus posesiones habría sido una grave violación de su voluntad—incluso de su propia persona—y Cristo nunca lo habría hecho. Lo cual no implica, tal y como afirma la Doctrina Social de la Iglesia, que los gobiernos no puedan regular la economía, básicamente a través de impuestos o medios simlares, para asegurar la asistencia de los más necesitados. Dios valora tanto nuestro libre albedrío que actualmente esconde su rostro de nosotros en este mundo. Si tuviéramos una percepción directa de Dios, dejaríamos de ser individuos libres y nos convertiríamos en meros aduladores temerosos intimidados por la omnipotente presencia del Todopoderoso.

Juan 12, 2-9 — Le dieron allí una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume. Dice Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo había de entregar: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?» Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Jesús dijo: «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque a los pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre tendréis».

Aquí vemos como Judas, hipócritamente condena el regalo que la pecadora le hace a Jesús como gesto de arrepentimiento. Aquí San Juan nos advierte que la motivación de Judas no era el amor por los pobres sino más bien la avaricia. De la misma manera muchos «revolucionarios» de la historia reciente han usado las necesidades de los pueblos como excusa para hacerse con el poder civil y luego olvidar por completo a los pobres y a los trabajadores. Es bien sabido que en los gobiernos comunistas de Cuba, la Unión Soviética, los países del Oriente Europeo y Corea del Norte, los pobres y los trabajadores forman una clase aparte y más baja que no disfruta del mismo nivel de vida y libertad de desplazamiento que los miembros de las burocracias gobernantes.

Las únicas ocasiones en que la Biblia muestra a personas justamente privadas de sus posesiones es cuando ellas habían transgredido alguna ley (Nehemías 5, 13; 2 Crónicas 21, 14; Esdras 10, 8). Los regímenes de fuerza izquierdistas, por el contrario, parecen mostrarse impacientes por violar la libertad del individuo. Consideran virtuoso el usar la fuerza para arrebatar la propiedad privada y supuestamente, dársela a los que tienen menos. Pero, cabe preguntar, ¿hay alguna virtud o mérito en hacer aquello que estamos forzados a hacer?

Jesús no fue comunista, ni mucho menos, guerrillero. Defendió el amor a los demás y la libre donación de los bienes propios a aquellos que están en necesidad, como de hecho la Iglesia sigue enseñando. Cristo no tomó por la fueza la propiedad de nadie, ni impuso impuestos ni confiscó barcos de pesca o granjas, aunque ciertamente aceptó la legitimidad de los impuestos cuando dijo aquello de «Dad al César lo que es del César».

Vale la pena recalcar que la Iglesia Católica está profundamente comprometida en ayudar a los pobres. Muchos de sus hombres y mujeres son ejemplos de santidad por su servicio a los necesitados, como por ejemplo San Vicente de Paul, Pierre Toussaint, San Martín de Porres o la Madre Teresa de Calcuta. Escuelas, hospitales, orfanatos, misiones y casas católicas para los pobres se encuentran esparcidas a lo largo del globo.

A estas fechas, en Africa, donde el SIDA y los gobiernos tiránicos han provocado las más severas y desafortunadas condiciones de vida en la tierra, la Iglesia Católica proporciona más asistencia social que ninguna otra institución. Esto a pesar del hecho de que, en Africa, los musulmanes superan en número a los cristianos.

Santiago 2, 1-9 — Hermanos míos, no entre la acepción de personas en la fe que tenéis en nuestro Señor Jesucristo glorificado. Supongamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido espléndido y entra también un pobre con un vestido sucio y que dirigís vuestra mirada al que lleva el vestido espléndido y le decís: «Tú, siéntate aquí, en un buen lugar» y en cambio al pobre le decís: «Tú, quédate ahí de pie», o «Siéntate a mis pies». ¿No sería esto hacer distinciones entre vosotros y ser jueces con criterios malos? Escuchad, hermanos míos queridos: ¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman? ¡En cambio vosotros habéis menospreciado al pobre! ¿No son acaso los ricos los que os oprimen y os arrastran a los tribunales? ¿No son ellos los que blasfeman el hermoso Nombre que ha sido invocado sobre vosotros? Si cumplís plenamente la Ley regia según la Escritura: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», obráis bien; pero si tenéis acepción de personas, cometéis pecado y quedáis convictos de transgresión por la ley.

El apóstol Santiago nos recuerda que Dios mismo ha preferido a los creyentes pobres para premiarlos con la gloria de su Reino y les ha otorgado las riquezas de la verdadera fe. Esto es evidente para Santiago que era el obispo responsable por el pastoreo de los creyentes de Palestina. Allí, las clases dominantes eran mayormente quienes no habían creído en Cristo, siendo los miembros de las clases más humildes los que habían sido premiados con la gracia divina de la fe. Es por eso que Santiago les recuerda a los presbíteros y a toda su comunidad que la preferencia por las personas ricas e influyentes está en franca oposición al favor de Dios por los pobres. Nótese que Santiago no condena a los ricos por su condición económica sino más bien condena las preferencias porque constituyen una falta de amor al prójimo.

Santiago 2, 12-18 — Hablad y obrad tal como corresponde a los que han de ser juzgados por la ley de la libertad. Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio. ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: «Tengo fe», si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario y alguno de vosotros les dice: «Idos en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta. Y al contrario, alguno podrá decir: «¿Tú tienes fe?; pues yo tengo obras. Pruébame tu fe sin obras y yo te probaré por las obras mi fe.»

Santiago no puede ser más claro: la fe y la caridad práctica van de la mano.

Santiago 5, 1-6 — Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad; el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis entregado a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Condenásteis y matásteis al justo; él no os resiste.

Santiago nos revela que las riquezas que se obtienen por medio de la opresión, el crimen y la injusticia, no solamente se evaporarán, sino que también le costarán la salvación a quienes hayan puesto su confianza en ellas. Hay quienes usan este pasaje para condenar aun a aquellos que obtienen sus riquezas trabajando honestamente. Eso es un error. El apóstol Santiago condena aquí el materialismo inmoral que comparten todos los que usan medios ilícitos para garantizar para sí mismos las riquezas de este mundo. Tanto quien explota inmoralmente a quienes dependen de él por trabajo, como el privilegiado por una dictadura que vive a costa del esfuerzo de los trabajadores son igualmente culpables a la vista de Dios sin importar la orientación política que puedan ostentar. El burócrata que se ha encumbrado en una posición de privilegio con la excusa de «servir a los trabajadores» hace lo mismo que Judas Iscariote: se sirve del tesoro de la comunidad so pretexto de defenderla. Los países en los que el comunismo se ha hecho del poder siempre han producido una nomenklatura, un grupo de privilegiados que viven una vida mejor que el resto de la población.

La Iglesia está radicalmente comprometida a favor de la verdadera justicia social, aquella que defiende la dignidad incluso de los más débiles entre nosotros—los pobres, los oprimidos, los no nacidos y los ancianos—nos llama a cada uno de nosotros a ser guardianes de nuestros hermanos. Pero ella busca cambiar el corazón de los hombres, no simplemente la lista de sus propiedades. Porque el día en que nuestro mundo esté habitado por creyentes cristianos, necesariamente será un mundo más justo y humanizado.

¿Y quién puede negar que la inmensa mayoría de los cien millones de inocentes asesinados por regímenes izquierdistas en los últimos cien años han sido precisamente pobres?

El teólogo católico Hans Urs Von Balthasar explica así las deficiencias de las ideas marxistas que buscan crear el cielo en este mundo:

¿De qué sirven los planes marxistas para el futuro de la humanidad si las incontables generaciones pasadas permanecen irredentas? Las obras cristianas valen porque están orientadas a cambiar el mundo en la esperanza del retorno de Cristo y se afirman en la esperanza del venidero reino de Dios, que lo transformará todo e integrará en sí mismo todos los esfuerzos hechos por el bien sin que nada se pierda. ¿De qué sirven los éxtasis y las meditaciones practicadas con técnicas orientales si no encuentran el Corazón del Dios Vivo, el amor absoluto que se probó a sí mismo en la Cruz de Cristo, un amor—al que no podremos jamás responder en forma idéntica—que nos deja participar en él por el Espíritu Santo? El hombre, entonces, permanece tensado entre los cielos y la tierra sin poder nunca reunir, por sus propias fuerzas, las dos dimensiones de su existencia en una armonía final ¿No demuestra esto que desde su creación, el hombre ha sido diseñado por el Crucificado y Resucitado en Quien finalmente el inquieto corazón humano halla reposo? El mismo punto puede ser expresado aun más simplemente con el Evangelio; los dos mandamientos del hombre, el amor a Dios y el amor al prójimo se unen solamente en Aquel que es al mismo tiempo Dios y hombre. Este hecho incomparable es el centro permanente de la apologética cristiana.


[1] Von Balthasar propone que Cristo, divino modelo del hombre, realiza esa obra de mejorar y liberar al hombre mientras que al mismo tiempo revive la esperanza de un mundo mejor que es posible, no solamente para las generaciones futuras, sino para toda la humanidad que ha vivido, vive y vivirá. El paganismo, como su equivalente moderno, el secularismo progresista de hoy; propuso ordenar el mundo, mientras que el judaísmo, como otras disciplinas orientales, proponen la contemplación del mundo y la elevación del hombre, haciéndolo sujeto de una ley más perfecta. Tanto en el mundo antiguo como en el mundo de hoy, el cristianismo es la síntesis perfecta, la única forma de que el hombre avance y se realice en la en la historia mientras se eleva a una vida espiritual más perfecta.

[2] Tomado de la obra Kleine Fibel für verunsicherte Laien de Hans Urs Von Balthasar, publicado en inglés bajo el título A Short Primer for Unsettled Men por Ignatius Press, San Francisco, ed. 1985, 1987. Edición original en alemán publicada por Johannes Verlag, Einsiedeln, 1980.