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La idea de escribir este libro me fue dada en la madrugada del 2 de abril de 2017 después de leer algo sobre los orígenes del Real Monasterio de Santa María de Guadalupe, que se encuentra en la ciudad homónima en Extremadura, España. El impresionante edificio de hoy tiene humildes orígenes que se remontan a los días del rey Alfonso XI de Castilla, que nació el 13 de agosto de 1311 y murió el 26 de Marzo de 1350. Se lo apodó “El Justiciero” y en él se unieron las coronas de los reinos cristianos de Castilla, León y Galicia.[1] Su padre fue Fernando IV de Castilla, quien se casó con la princesa Doña María, hija del rey Alfonso IV de Portugal, apodado “ El Bravo”. Durante el reinado de Alfonso XI, la Virgen María se apareció a un campesino llamado Gil Cordero y le reveló la ubicación de ciertas reliquias enterradas en una cueva cerca del Rio Guadalupe. Entre esas reliquias había una imagen de la Virgen y el Niño, hoy conocida como Nuestra Señora de Guadalupe. El rey Alfonso XI y su par de Portugal, Alfonso IV invocaron la ayuda de María, Madre de Dios antes de la batalla de Río Salado en la que las fuerzas combinadas de España y Portugal enfrentaron a un contingente moro vastamente superior. Después de la batalla, Alfonso de Castilla atribuyó la resonante victoria cristiana a la intercesión de la Virgen. En agradecimiento, declaró la iglesia de Santa María de Guadalupe como santuario real y reconstruyó la modesta estructura original como una magnífica iglesia románica que sobrevive hasta el día de hoy.

Mientras leía, la historia de Gil Cordero me recordó a San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el vidente mejicano del Tepeyac a quien, en 1531, la Santísima Virgen María apareció también como la Virgen de Guadalupe. Pronto noté ciertos paralelos entre ambas historias. Tanto Gil Cordero como Juan Diego eran hombres de humilde condición, ambos eran cristianos ejemplares y hombres de familia. Gil Cordero volvió a su casa y encontró a su hijo muerto y luego el niño resucitó milagrosamente, mientras que Juan Bernardino, tío de Juan Diego, fue curado milagrosamente de una enfermedad mortal. Es de notar que Gil y Juan Diego vivieron en tiempos de profundos cambios políticos y religiosos. El español fue testigo de la expulsión de los últimos moros y la consolidación de España bajo una monarquía cristiana; el mejicano por su parte contempló el fin político y religioso del Imperio Azteca y el nacimiento de México como nación cristiana.

Eso no sería más que una colección casual de similitudes si no fuera porque la Virgen María se presentó a Juan Diego Cuauhtlatoatzin como “Nuestra Señora de Guadalupe” – el nombre Guadalupe inevitablemente conecta ambas historias de forma sobrenatural. Más tarde volví a considerar el origen de la imagen española y a su contraparte mejicana y comencé a sospechar que ambas imágenes pueden ser obra del mismo autor. Lamentablemente, eso quedará en mera sospecha, ya que no puedo entrevistar personalmente a San Lucas. Según tradiciones bien documentadas, en el primer siglo San Lucas talló la imagen que hoy se conserva en Extremadura. La imagen fue depositada junto a él en Tebas, Grecia y luego fue llevada a Constantinopla con las reliquias del santo.

Esa fantástica posibilidad me llevó a meditar acerca del largo camino recorrido por esa imagen a través de la historia, desde los tiempos del Imperio Bizantino, hasta los días del Emperador Moctezuma y desde entonces hasta nuestros días. La humilde imagen de algún modo estuvo presente en la caída de tres grandes dominios: el Imperio Romano, el Andalus musulmán, y el Imperio Azteca.

A su tiempo tuve la oportunidad de leer cómo los científicos del siglo XX, usando las tecnologías más avanzadas de escaneo digital, descubrieron trece personas “fotografiadas” en los ojos de la imagen impresa milagrosamente en la tilma de San Juan Diego. Ese extraordinario descubrimiento me reveló que la imagen no solamente contenía un mensaje para el pueblo mejicano del siglo XVI, sino que también tenía algo para transmitir a futuras generaciones de la humanidad. El autor de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe esperó pacientemente por cuatro siglos hasta que alguien pudiera observar su obra con tecnología más avanzada que permitira ver el mensaje grabado en los ojos de la Virgen. Con frecuencia me toca padecer a algún amigo protestante bien intencionado que me lee el Salmo 115:4-6 “Sus ídolos son de plata y oro, la obra de un artesano. Tienen bocas pero no pueden hablar; tienen ojos pero no pueden ver; tienen oídos pero no pueden oir; tienen narices pero no pueden oler.” Por supuesto, esa clase de crítica entiende equivocadamente el uso de las imágenes en el culto católico. La imagen en la tilma de San Juan Diego resulta tener en sus ojos una escena perfectamente definida. Nadie ha podido determinar cómo fue pintada. Quizás la mejor definición la dieron aquellos que vieron la imagen aparecer milagrosamente en el modesto paño “como si la hubieran pintado los ángeles” porque definitivamente no es el producto de manos humanas.

Poco a poco comprendí que tanto Nuestra Señora de Guadalupe en España como Nuestra Señora de Guadalupe en México forman parte de una majestuosa parábola que nos ha sido presentada a través de siglos de historia cristiana. Traté en vano de condensar los muchos aspectos de esa parábola divina en pocas palabras. Las muchas facetas que se nos presentan son tan profundas en significado, tan ricas en maravillosas lecciones que sólo pueden venir de Dios Todopoderoso.

Para desvelar la gran parábola, tenemos que seguir su camino a través de la historia yendo y viniendo a tiempo para entender los detalles más importantes. El lector me perdonará por no seguir un estricto orden cronológico. Más que observar una sucesión de acontecimientos en el tiempo, estaremos viendo las muchas ramas de un árbol antiguo. Entrelazada entre esas ramas hay una lección que debemos contemplar antes de que podamos entenderla completamente.

El centro de la gran parábola es María Santísima. Dios, el creador de María de Nazaret ha decidido enseñarnos los caminos de justicia y paz a través de ella. Dios es luz (1 Juan 1: 5) y Él nos presenta a Su Madre totalmente iluminada, vestida como en una onda de luz. En la década de 1940 la Hermana María Lucía de Jesús Rosa Santos,[2]entonces la última vidente de Fátima, usó esas palabras para describir el manto de Nuestra Señora al P. Thomas McGlynn: “El manto era una onda de luz” y con respecto al manto y la túnica: “Había dos ondas de luz una encima de la otra.” Esa simple pero poderosa observación de la Hermana Lucía recuerda estos versículos del Apocalipsis de San Juan: “Apareció en el cielo una señal maravillosa: una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza. Estaba encinta y gritaba en su dolor y las angustias del parto.” Estos versos en Apocalipsis 12: 1-3 revelan perfectamente tanto una Madre de Luz como una Madre de Dolores.

Nos enseñaron que la mujer de Apocalipsis 12 es Israel, que más tarde se convierte en la Iglesia dando continuamente a luz a los fieles a través de los siglos. Creo que la escena también puede representar a Nuestra Santísima Madre, la Madre del Salvador de Israel y la indiscutible Madre de todos los fieles cristianos. Después de todo, ella era la única hija perfecta de Israel, el vaso sagrado que contenía en sí misma la vida de Cristo. Por lo tanto, ella misma fue la primera Iglesia, la primera evangelizadora y la primera discípula de su Hijo. Algunos creen que quien salva la vida de un hombre salva todas las generaciones que puedan venir de ese hombre. ¿Cómo podría la Madre del Mesías – Salvador de Israel y la raza humana – no ser la Madre de todos aquellos a quienes Él salvó dándoles la vida eterna? ¿Quién otra puede estar vestida de Sol, rodeada de la luz de Dios, sino la que nació llena de gracia?[3]

Antes de entrar en las lecciones de esta maravillosa parábola pintada por Dios en el lienzo del espacio y del tiempo, considere las palabras de Jesús en el Evangelio de Juan: Dios nos muestra la historia como el desarrollo de su propósito: dar vida a la humanidad. Para darnos la vida, Dios nos dio primero una Madre.[4]

El desarrollo de la sociedad Azteca y su calamitoso final es un modelo a escala del presente orden mundial. Cuando una sociedad se aleja de los límites de la Ley Natural y se vuelve cada vez más perversa, Dios trata de corregir ese curso a través de ciertos eventos naturales, a través de predicadores, profetas, signos milagrosos, etc. En esa primera fase, Dios como buen padre trata de alejar a sus hijos del camino del mal. Si todas esas acciones no llevan a los malhechores a la rectitud, entonces sigue inevitablemente un castigo. Incluso en los casos en que un justo castigo no se aplique, ciertamente seguirá un período de purificación. La purificación global ha sucedido en el pasado, la inundación de Noé es un buen ejemplo de lo que puede suceder a un mundo alejado de Dios y bajo la influencia de espíritus malignos. Leemos en la Biblia acerca de las muchas tribulaciones que cayeron sobre Israel cuando abandonaron a Dios y a su Ley. La opresión, el exilio, la destrucción del Templo, la esclavitud y otros males vinieron como consecuencia de largos períodos de desobediencia. El historiador agnóstico no puede ver nada inusual en tales debacles, pero aquellos que miran cuidadosamente descubrirán un patrón, una enseñanza. El final del Imperio Azteca no es diferente, su caída y la conversión que siguió conforman una poderosa parábola. La conversión pudo haber ocurrido voluntariamente – de hecho, el emperador Moctezuma intentó sin éxito entregar a México a los conquistadores – pero la jerarquía política y religiosa azteca rechazó esa última oportunidad de cambiar y sobrevivir. No pudieron ver la mano de Dios actuando para operar su salvación. Ese fracaso resultó en un período de dura purificación al que muchos de ellos no sobrevivieron.

Hoy en día hay muchos que promueven la idea de que “Dios no castiga” bajo el pretexto de que Dios, que es perfectamente bueno y benevolente, no podría traer el mal sobre nadie. Algunos incluso están usando pasajes cuidadosamente seleccionados de teólogos bien conocidos para apoyar esa idea. Los frutos de tal línea de pensamiento son evidentes: ese razonamiento se reduce entre los más simples a “no existe el castigo” y más tarde, eso se transforma en el lema de aquellos que claramente quieren introducir prácticas desviadas y heréticas en la doctrina de la Iglesia. Cuando todos los demás medios de corrección fracasan, sobreviene el castigo. Si Dios está realizando directamente ese castigo o simplemente permitiendo que el mal siga su curso, es meramente una cuestión semántica. Lo cierto es que habrá castigo para quienes se obstinan en la maldad, venga de donde venga ese castigo. Ese es el mensaje que leemos claramente tanto en la historia sagrada como en la secular. Con Dios no hay crimen perfecto.

Podemos aprender esta lección de la historia: cuando los pecados alcanzan cierto nivel – en una persona o en cualquier grupo, como una nación – Seguirá un castigo. Eso es lo que razonablemente podemos esperar que le suceda a nuestra presente civilización global. Esta vez, la maldad no está afectando a un país, o a alguna otra zona limitada, sino a toda la civilización global en la que vivimos. Todo el orden mundial empezó a alejarse de la ley natural, luego se atrevió a rechazarla y ahora está tratando de abolirla agresivamente. A nivel individual, las personas están preocupadas por el trabajo, las posesiones, el sexo y otros esfuerzos vanos mientras que Dios queda relegado a un distante segundo lugar. En la esfera pública, Dios está cada vez más ausente a medida que nos convertimos en una sociedad más agnóstica que se está volviendo contra los creyentes en general, y contra la Iglesia Católica en particular. Es simplemente razonable esperar que Dios intervenga en los asuntos humanos ahora que la sociedad global se ha convertido en un instrumento generador de todo tipo de perversión. Si Dios actúa como ha   actuado en el pasado, es lógico esperar que destruya ese instrumento de perversión junto con los que son parte de él. En nuestro orden mundial, ese instrumento es la sociedad misma. Una purificación vendrá a través de los medios habituales: sufrimiento, pestilencia, guerra, etc. Nuestra Señora de Fátima alertó a la humanidad en 1917 que – a menos que la humanidad dejara de ofender a Dios – vendría otra guerra. El castigo ocurrió tal cual como se predijo: la Segunda Guerra Mundial vino y fue mucho más destructiva que la primera.

Creo que nos estamos acercando a un tiempo de purificación que afectará al mundo entero. Sólo Dios sabe el momento y la naturaleza exacta de ese evento, pero creo que es razonable esperar que sea proporcional a la fuerza que ahora se opone a la Ley Natural. Hemos entrado en una fase de agresión contra todo lo que es santo, y en particular, contra la Iglesia Católica.

¿Es “pesimista” pensar de esta manera? De ninguna manera. Porque esta sociedad fuera dejada a sus propios medios, ciertamente se destruiría a sí misma. Esperar cualquier acontecimiento que impida dicha autodestrucción es ciertamente una actitud muy optimista. Cuando se considera la velocidad actual del cambio en nuestra sociedad, parece poco probable que la paciencia de Dios permita que esto continúe por otra generación; eso sólo permitiría que más almas se perdieran mientras la situación continuaría deteriorándose. De hecho, el tiempo que todavía tenemos debe considerarse como una ventana a la conversión y al arrepentimiento. Cuando alcancemos el límite, la intervención de Dios en los asuntos humanos no sólo será justificada, sino que será bienvenida.

Cuando Hernán Cortés puso fin a los sacrificios humanos y al canibalismo ritual en México, lo hizo con la ayuda de muchas tribus y grupos que habían sufrido en carne propia esas prácticas tan crueles durante generaciones. Claramente, no fue la habilidad política del español lo que hizo que el pueblo de México se rebelara contra sus opresores aztecas, sino también el efecto acumulado de muchos años de sufrimiento. De la misma manera, esta sociedad global está cosechando los frutos de los movimientos de posguerra que gradualmente lograron imponer las ideas de los intelectuales de los años sesenta y setenta. Muchos de nosotros podemos ver que esto está empeorando a un ritmo alarmante. Cuando Dios intervenga para poner fin a esta edad peligrosa, muchos se sentirán aliviados y estarán de acuerdo en que no podíamos seguir viviendo así, como si Dios y la justicia no existieran.

En 1531, Santa María de Guadalupe completó la obra de Cortés convirtiendo milagrosamente a millones de nativos mexicanos a la fe de Cristo. Una nación católica nació después de los “dolores de parto” de la conquista de México.

¿Es razonable esperar un milagro similar en nuestros días? Creo que los secretos de la tilma de San Juan Diego revelados en nuestra época con la ayuda de la última tecnología son un llamado a esta generación. El reflejo de trece personas – incluido a Juan Diego – en los ojos de Nuestra Señora de Guadalupe, las estrellas en su manto, las flores en su vestido y la música escrita en la imagen, no son signos que nadie en 1531 pudiera leer. Esos son mensajes para nuestra generación que pueden ser el preludio de señales aún más fuertes por venir. El mensaje esencial de la tilma de San Juan Diego es simple: “Dios existe, El es Dios de los cristianos, su Iglesia es la Iglesia Católica y no otra, El ha confiado a María de Nazaret la misión de preparar a su pueblo.” Tengo la esperanza que este libro ayude a muchos a prestar atención al mensaje de Guadalupe para la salvación de sus almas.


[1] Alfonso XI, “El Onceno”  fue el hijo de Alfonso X “El Sabio”. Alfonso XI  fue también el tercer tatarabuelo de Isabel de Castilla, “La Católica”.

[2] El nombre María Lucía de Jesús Rosa Santos incluye varios elementos del milagro de Guadalupe: María, luz (Lat. Lucía, “nacida con la aurora” or “luminosa”), Jesús, la rosa, y los santos. Maria Lucia es también el nombre de la esposa de Juan Diego.

[3] Lucas 1: 28.

[4] Juan 10:10.