El hemisferio norte celebra entrañablemente el otoño, como en aquellos primeros versos de un poema de Robert Frost “Oh quieta, silenciosa mañana de octubre, tus hojas han madurado hasta alcanzar el otoño … ” y lo mismo hace Grace Metalious al comienzo de Peyton Place con la frase “Octubre en Nueva Inglaterra …” una frase que evoca el otoño multicolor de esa región.
Y así más o menos se siente Buenos Aires hoy, marzo 27, al completarse la primera semana del otoño. Las lluvias de abril llegaron temprano este año. Mi estación favorita parece revelar un infinito cielo del sur a medida que los árboles pierden el lujuriante verdor del verano. Los hábiles dedos del otoño pintan mi barrio en mil tonos de luz y sombra que darían envidia a Caravaggio.
Buenos Aires tiene un alma propia. Como muchas damas del sur se resiste a revelarse de un vistazo, quiere ser descubierta. Cuando su amante desvela el último misterio, ya ha caído en su embrujo. Al caminar las tardes de Buenos Aires uno de repente cree estar en algún lugar de Estocolmo, de Londres o de Madrid … quizás la dama del sur trata de imitarlas y sin embargo, a la vuelta de una esquina cualquiera alcanzamos a ver con el rabillo del ojo una imagen fugaz de su criolla melena negra antes de que se escurra de nuevo entre las sombras.
De noche se mete entre tus sábanas sin que te des cuenta y se duerme cantando una canción de amor que evoca en tu corazón una nana que escuchaste en tu tierra cuando eras niño. Te engaña con arteras melancolías y puede tocar las cuerdas de la oscuridad como ninguna. Los obsesivos ritmos africanos se suman a las tristes baladas del norte, separadas de sus hogares ancestrales por la vastedad del Atlántico, cantando “nunca más” como el cuervo de Poe parado en una rama desnuda y perfilado contra la imposible amplitud de los cielos del sur.
El sur, el inconmensurable sur, ha encontrado tu alma.