ritmo-y-armonia

Carlos Caso-Rosendi

La vida del hombre tiene estaciones, tal como el año tiene su primavera, verano, otoño e invierno. En el orden que Dios ha dado a las cosas de la creación hay un ritmo pero también como en la música, hay armonía. Es curioso que la música popular haya sido forzada a evolucionar hacia el ritmo puro en el tiempo que me ha tocado vivir. Recuerdo haber escuchado a mis nueve añitos una canción,All My Loving. La estructura armónica de esa canción—esto es algo que aprendí luego—es muy simple, una variación de rythm-and-blues que ya venía siendo usada desde hacía mucho tiempo con algunos cambios pequeños pero muy originales, geniales si uno los estudia bien. La canción habla de un tema clásico, extrañar el hogar y la persona amada, algo que en otro tiempo y otro lugar Ulises le hubiera podido escribir a Penélope. El ritmo básico, una inspirada idea de John Lennon, viene de un clásico negro americano Da Doo Ron Ron (original de The Crystalsun grupo de jovencitas muy talentosas) y que consiste en tres golpes de guitarra rítmica. El resultado es una especie de vals muy rápido que tiene un efecto a la vez inocente y exhilarante. George Harrison inserta un solo de guitarra muy al estilo de la música country americana de la época. Ese conjunto de cosas nos alegraba la vida a los niños de entonces. Yo recuerdo escuchar la canción en la radio y salir a buscar una escoba, pretendiendo que era una guitarra para bailar en el patio inocentemente al son de esta canción llena de armonía, alegría y preciosa esperanza.

Cómo han cambiado las cosas desde aquel lejano 1963. Los músicos de ahora no pueden hacer nada que no describa gráficamente alguna perversión sexual. El resultado es una especie de tristeza violenta que se desgrana casi constantemente en imágenes y sonidos aberrantes de los cuales apenas se puede identificar un ritmo casi único, sin armonías ni melodías, sin alegría ni esperanza.

La depravación del arte popular ha seguido casi paralelamente el crescendo de las políticas de la envidia. Durante el siglo XX una multitud de políticos tan inescrupulosos como parlanchines han logrado encaramarse al poder prometiendo al pueblo los despojos de la caza de los ricos, quienes supuestamente han llegado a ser ricos a costa de los pobres. Los pobres hemos sido testigos del ascenso de estos aprendices y los hemos visto llegar al pináculo del poder, los hemos visto despojar a una aristrocracia tras otra pero poco nos ha tocadoa los pobres en el reparto aparte de la supuesta alegría de ver caer a la burguesía.

Lo que se ve y se palpa en el aire es que la nueva aristocracia, la nomenklatura de los movimientos de la envidia social, no es mucho más amada que la vieja aristocracia. Claro está que se comía mejor en tiempos del zar y uno podía hacer queso con la leche de la propia vaca en vez de trabajar en una granja colectiva y ganar rublos ingastables en los locales vacíos del Komsomol. Desde la ventana de mi exiguo apartamentito se ven venir las nubes negras de una tormenta social que hierve la bronca destilada de cien años de promesas rotas. El que cría caínes y los riega con envidia, cosechará garrotazos y rezumará sangre. No hay que tener un doctorado en sociología para enunciar esa profecía. Y en eso estamos.

La graciosa armonía del mundo premoderno, tan imperfecta como la raza humana pero humana a más no poder, fue reemplazada por esta antiutopía, esta nada miserable en la que todos somos reducidos a una igualdad mezquina en la que nadie, créame, nadie es ciudadano.

El teléfono de la historia está sonando. En los otrora democráticos y productivos Estados Unidos, la salvaje acumulación de deuda estatal, el desempleo masivo y el desorden social creciente, suenan como un arpa desclavijada prestando el fondo musical a los discursos narcisistas, las palabras preñadas de vacío “llenas de ruido y furia que significan nada.” La vida se extingue en los abortorios mientras los políticos sueñan con realizar una economía sin gente, un mar sin agua, un cielo sin sol.

En Europa—la Comunidad Europea Sin Cristo—como propiamente debería llamarse, ensaya apilar ladrillos en la nueva torre de Babel pero parece que los industriosos alemanes no pueden entender a los líricos griegos, a los bellamente desordenados romanos, a los soñadores portugueses, o a los románticos venecianos. En la dorada mentecatez del Euro, la igualdad forzada condena a Da Vinci, a Cervantes y a Magallanes a atender servilmente la mesa del café mediterráneo (oh, ¡tan típico!) donde los turistas panzones vienen a entretenerse cada verano. Mientras tanto en casa, Mozart y Beethoven, Goethe y Schopenhauer trabajan a destajo armando trasmisiones para Mercedes-Benz. Esto no es el ocaso de los dioses, es el ocaso de los piojos.

En Rusia una hermosa mujer que aún no cuenta dos décadas debe decidir este verano si estudiar biología en Berna o ser prostituta en Londres. En China un campesino cuya familia habitó la misma villa desde los tiempos de la dinastía Han, debe partir a trabajar en las fábricas de electrónicos de alguna gran ciudad: dormirá cada noche en un camastro alquilado subido a una estantería llena de seres humanos sin nombre y sin futuro. Trabajará cien horas semanales por un magro jornal. Por eso es que le dicen República de los Trabajadores, ¿no?

La oscuridad se cierne sobre el mundo. Mientras tanto nosotros, los cristianos, los que se suponía que fuéramos la luz del mundo, estamos entregando la herencia de la cristiandad al alcalde de Sodoma. El teléfono suena y nadie atiende. El Evangelio sale de bocas aburridas que graznan el discurso árido, pero muy intelectual, que deplora el estado del mundo pero se queda sin amor para darle la verdad que la gente ansía. Hay hambre de tres cosas: camino, verdad y vida. Ese hambre corresponde perfectamente a una humanidad perdida y desollada, engañada y estafada, asesinada en cada esquina por los matones de turno.

Yo no soy quien para preguntar pero de puro caradura pregunto ¿qué teología de liberación va a librarnos del juicio implacable de Ese cuyo verbo es una espada que sale de su boca? ¿Qué truco deconstruccionista nos va a librar de haber ignorado al pobre, de haber tachado al indio, de haber esclavizado al negro y de haber depreciado a los miserables aquellos que Cristo nos presentó diciendo “a los pobres siempre tendréis con vosotros.” ¿Qué sordera nos justificará cuando Cristo nos pregunte por qué insistimos en otro tono y en otro ritmo distinto del que El nos marca?

¿Qué nacionalismo, qué bandera nos cobijará de la carcajada violenta de Dios cuando su ira se levante justa y ardiente sobre nuestras iniquidades? No hay bandera del mundo que no sangre roñosa y culpable de la sangre de tantos inocentes. Somos cómodos, brutalmente indiferentes, burócratas idiotas que viven como parásitos de un sistema corrupto y malvado, ingenieros del dolor de otros, doctores de pozos oscuros en los que cae el inocente a ser esquilmado por el vil.

Llega el invierno, ese del que Cristo aconsejó “orad que vuestra huída no ocurra en tiempo de invierno” y con las manos vacías, esta civilización poscristiana se encamina a cruzar el aterrador valle que se nos presenta, sin darse cuenta que hemos venido construyendo nuestra propia condena. Todos sabemos las buenas obras que van delante nuestro. Todos sabemos las veces que callamos, los hermanos que ignoramos, la espada que afilamos para que otro cometiera el crimen.

Por eso el lunes, cuando de camino al escritorio escuchemos como si nada en la radio una canción sin tono pero que marca el ritmo salvaje, inarmónico, demoníaco que palpita debajo de este desierto que estamos construyendo… pensad que cada cuatro golpes la justicia de Dios está un compás más cerca. Y mejor es que no nos encuentre desafinando.