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Carlos Caso-Rosendi

Las entrevistas que el Papa Francisco ha otorgado últimamente han creado un remolino de comentarios en todo el mundo. En unos cuantos casos sus palabras han generado revuelo porque hay quienes no se tomaron la molestia de examinarlas con cuidado, como corresponde sopesar las palabras del Papa.

Cuando leo la prensa europea y americana, lo que llamamos “los medios” en general–el New York Times, BBC, CNN, etc.– pareciera que se quiere presentar a este Papa como un revolucionario que va a cambiar la Iglesia ajustándola a los tiempos que corren. Eso coincide perfectamente con la idea que ellos tienen de la Iglesia: una organización petrificada y recalcitrante que rehúsa adaptarse a los cambios de la Historia, que no quiere “ponerse al día”. Los informes que responden a esa visión han sido aclamados por aquellos que se ubican en el ala más “progresiva” de la Iglesia. Como es de esperarse eso ha sido deplorado entre nuestros hermanos más tradicionalistas.

Yo creo que las entrevistas han sido extraordinarias, aunque me ha tomado un tiempo digerirlas, las encuentro revolucionarias pero no de la manera en que la prensa define el término. Lo que me pareció de primerísima importancia es la autodefinición del Papa: “Soy un pecador en quien el Señor ha puesto sus ojos”. La frase ubica al Papa junto con toda la humanidad para la que él trabaja. Se identifica primeramente como pecador pero también como el objeto de la misericordia divina, elegido para una misión a pesar de los propios defectos.

La respuesta es notable porque ningún Papa se ha definido así recientemente. Uno puede ver en esa autodefinición algo muy valioso, una propuesta al mundo entero que lo está escuchando: católicos y no-católicos. Porque el pecado es lo que hasta ahora define con fuerza nuestra era –hasta el punto que la Iglesia no ha estado libre de las peores manchas que caracterizan a esta época– Y sin embargo tanto el mundo como la Iglesia no han sido exentos de la atención redentora de Dios. Aún en esta dolorosa situación, Dios se sigue dirigiendo al mundo y alcanzándolo con los instrumentos de su gracia, uno de los cuales es esa Iglesia, en la cual reina Francisco, en lugar de Cristo hasta que El venga en gloria.

Lo expresado por Francisco en esa frase de apertura, es el mismo centro de la fe católica y la mismísima definición de la misión de la Iglesia: hemos sido elegidos por la gracia de Dios de entre los pecadores. Nuestro primer Papa comenzó casi de la misma manera en su primera entrevista: “Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador” (Lucas 5:8) Todos hemos pecado y no alcanzamos la gracia de Dios pero al mismo tiempo,miserando atque eligendo, somos el objeto de esa gracia divina que busca encontrarnos mientras aún somos pecadores. De esa manera, a través de las muchas tribulaciones que son concomitantes al pecado, la desgracia, la enfermedad del pecado es transformada en un lugar de encuentro con Dios. Eso es gracia. Esa es la prioridad primera, ahí es donde Dios empieza su trabajo y donde la presencia divina se siente con mayor intensidad. Ese es el centro del mensaje de los Evangelios y continúa siendo el centro de la misión católica de todos los tiempos: presentar a la Iglesia como un lugar donde los pecadores se encuentran con Dios.

Si nos olvidamos de entrar por esa puerta, de estar primero en ese lugar para en cambio poner el acento exclusivamente en condenar el aborto, las uniones homosexuales, o cualquier otro asunto de menor o mayor importancia; corremos el riesgo de olvidar nuestro lugar por medio de centrar la atención en la gravedad del pecado, olvidando la necesidad insoslayable de la gracia de Dios. En algunos casos extremos podemos llegar a perder de vista nuestro objetivo –que es salvar al pecador invitándolo al abrazo de la gracia divina– podemos volver nuestra prédica en un discurso condenatorio y una estéril enumeración de reglas que nosotros mismos no podemos completar honestamente sin condenarnos por propia boca. Estaríamos caminado como sonámbulos, con los ojos abiertos pero ciegos al paisaje de la gracia que estamos atravesando sin ver, perdidos de nuestra propia pesadilla.

El Papa Francisco nos ha dicho es que la Iglesia no es una pequeña capilla para los elegidos del Señor. Eso es perfectamente bíblico. Dios lo ha dicho en toda su grandiosa magnificencia: “Yo los traeré a mi santa montaña, y los alegraré en mi casa de oración. Sus holocaustos y sus sacrificios serán aceptos sobre mi altar. Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones” (Isaías 56:7) Eso no nos da la idea de unos pocos elegidos congratulándose de su extraordinaria santidad. Los santos no necesitan sacrificar nada, el sacrificio es asunto de pecadores que deben expiar así sus faltas ¿verdad? Llamar a las naciones a la expiación es la misión de todos los hombres de Dios desde los tiempos del Antiguo Testamento hasta este día.

En el misterio de su trabajo redentor, Dios no ha elegido a los moralmente perfectos (i.e. los santos ángeles) y eso se ve claramente en dos historias bien conocidas por todo católico: la historia de Jonás y la historia del “quo vadis” de Pedro. Jonás fue elegido por Dios para ir a la pecadora ciudad de Nínive y profetizar su destrucción. Jonás trató en vano de esquivar la tarea y al final la hizo con gran resultado: Nínive se arrepintió y fue salvada. En un caso muy claro de schadenfreude nuestro profeta se frustró cuando el arrepentimiento de los pecadores le privó de ver el apocalipsis ninivita. Dios presentó en Jonás el caso no tan raro de los que predican contra la desobediencia olvidando la suya propia. El caso de Pedro es igualmente conocido. Pedro, ya obispo de Roma, escapaba a buen paso por la Via Apia cuando vio a su Señor caminando en el sentido opuesto. Le preguntó “Domine, ¿quo vadis?” y la respuesta lo avergonzó hasta el arrepentimiento y el martirio: “Romam vado iterum crucifigi”.

Cuando escuchemos al Papa Francisco teniendo todo esto en mente podremos entender mejor sus “controvertidas” palabras aún si no tenemos el beneficio de conocer su pasado accionar como Arzobispo de Buenos Aires. Cuando nos dice que la Iglesia se ha empantanado en cosas pequeñas, en reglas nimias, y que eso ha resultado en detrimento de su gran misión; debemos recordar que lo primero es predicar el mensaje más importante que la humanidad ha escuchado desde la creación: “Jesús nos ha salvado”, que éso es lo que significan las iniciales IHS que vemos por todos lados en nuestros templos: Iesus Hominum Salvator . Desde ese momento de encuentro y salvación, el hombre comienza su lento progreso hacia la perfección de las normas morales, a una vida cada vez más limpia y más santa a través de luchas y tribulaciones. Ese es el proceso por el cual el Cordero quita el pecado del mundo.

En el corazón de Dios, invisible a nuestros ojos, ya se ha dado el miserando y en el mundo, por la gracia, eso se manifiesta en el eligendo. A su tiempo llegaremos a limpiar la última mota de pecado en nuestra alma y a su tiempo se limpiará la última mota de la última alma pecaminosa. Lo que debemos entender es que si comenzamos por los detalles –por importantes que sean todos los problemas, son detalles ante la enormidad de la gracia de Dios– no lograremos lo que nos proponemos, no será productiva nuestra obra. Nadie limpia un camión enorme cubierto de barro con un cepillo de dientes y una franela. Del mismo modo, dirigirse a un mundo cubierto de las miserias del pecado con reglas, con mera política, con posturas listas para usar; es la mejor manera de ser rechazado y perder almas que no estarán listas para la redención hasta que la gracia primero las haya cautivado en su abrazo.

El Papa Francisco no ha dicho que las reglas morales o la referencia moral de la Iglesia ya no son importantes. De hecho sabemos muy bien que él ha condenado, como Arzobispo y como Papa, tanto el aborto como las uniones homosexuales y otras cosas que nuestra sociedad haría bien en evitar. Pero ninguna de esas cosas debe ser presentada de tal manera que crezca en la mente de la gente como la definición misma de nuestra misión. La Iglesia no puede ser definida exclusivamente por su oposición a la moral disoluta de una sociedad que ha hecho del aborto un mal necesario y de las uniones homosexuales un ideal igualitario. No podemos definirnos por una negativa porque lo que más nos define es lo más positivo que conoce el católico: la infinita gracia de Dios. A nadie se le ocurriría definir primariamente al judaísmo como “un grupo de gente que no come carne de cerdo”, porque eso sería una mayúscula estupidez. Por eso no podemos permitir que se olvide lo primero, lo primordial de nuestra misión, lo que nos da vida: “Jesús te ha salvado”.

Al dejar estos claroscuros, Francisco ha enganchado hábilmente a los medios internacionales. Escritores y pensadores católicos, acostumbrados a las diáfanas y precisas definiciones de Woytila y Ratzinger, han tenido que leer con cuidado –y no sin temor– las provocativas palabras del nuevo Papa. El resultado ha sido una proliferación de temas católicos en los medios. Y ya lo dijo Juan Pablo II: “Si no salió en los medios, es como si no hubiera ocurrido”. ¡Un tanto para Francisco por lograr la atención del mundo y forzarnos a aclarar las cosas!

Los medios internacionales seguirán interpretando las palabras de Francisco a su manera porque sus oídos están llenos de su propio ruido y siempre escuchan lo que quieren escuchar. Nosotros tenemos que escucharlo a Francisco con sumo cuidado y atención; como católicos que ya han crecido lo suficiente como para entender algunas de esas reglas de las que hablamos antes. En este caso la regla clara es que Francisco es el Papa y nosotros no lo somos. Por eso hay que escucharle con cuidado aún cuando él no se exprese con todo el cuidado del mundo. Eso es propio de las teocracias y la Iglesia es una teocracia. Si el fraseo del Vicario de Cristo es un poco confuso, ahí hay una oportunidad para tener fe en las promesas de Cristo: Pedro no enseñará error.

Hoy vivimos entre millones de personas que han perdido el rumbo y muchos de ellos ni siquiera saben adónde van. Si no sabes dónde vas, cualquier camino te lleva. Nosotros queremos andar todos esos caminos sabiendo que todos llevan, tarde o temprano a Roma, todos menos aquel ancho y espacioso que lleva a la destrucción. Jonás vio como Nínive se arrepentía y Pedro inició la conversión de Roma, que a su tiempo fue triunfalmente transformada en la Cristiandad.

A nosotros nos toca ser protagonistas de esa misma historia en nuestro tiempo. Tenemos que ser contados junto a Pedro, que hoy es Francisco; tenemos que ayudar a presentar las buenas nuevas de la gracia de Dios obrando en el mundo. Si logramos eso, como Jonás y Pedro lo lograron justamente por la gracia de Dios; entonces el aborto y el homomonio se irán por el mismo camino que se fueron los cruentos juegos en el Circo Máximo y el infanticidio romano. Nuestra gran misión es llevar a los hombres al encuentro con la gracia de Dios, el resto son detalles. Todo sigue igual: rezaremos el rosario frente a los abortorios, seguiremos siendo el último referente moral de este mundo oscurecido por la desobediencia. Francisco simplemente nos ha recordado que el caballo va atado adelante del carro.

 

 

En vísperas de la Fiesta del Milagro del Sol por Nuestra Señora de Fátima, MMXIII.