la-razon-cerrada

Carlos Caso-Rosendi

Hace ya veinte años que Allan Bloom publicó The Closing of the American Mind título que literalmente se puede traducir como “La Clausura de la Mentalidad Americana”. El libro fue muy comentado y leído; hoy es un clásico, una referencia de esas que marcan un antes y un después. The Closing…no fue un libro amigable sino un largo y erudito bombardeo crítico a la revolución cultural de la década de 1960. Bloom se despachó sin anestesia detallando las razones por las que el idealismo de esos años no era sino un nuevo barbarismo herético y culturalmente iconoclasta, responsable por la destrucción de la vida cultural americana que hasta entonces había dado copiosos y admirables frutos. La izquierda, armada de una acidez agresiva nunca antes vista en toda su efectividad, arrasó el paisaje académico dejándolo gris y vacío. La anti-cultura llegó a ser la cultura dominante, situación que continúa hasta nuestros días.

Bloom describe con precisión lo que le pasó a la universidad americana y que casi al mismo tiempo le pasó a la vida cultural de las Américas y Europa (de donde nos vienen siempre estas penas). La educación que antes fuera formación pasó a ser llanamente el entrenamiento de los profesionales en la mera astucia. Esa planta crece en un jardín sofístico en el que por algunos años produce todos los excesos posibles de la juventud en las horas libres y luego a la hora de las ideas se presenta como una postura crítica, irónica y descreída de todo lo que la precede. Entre los amargos frutos de esa casta cínica, el relativismo moral es dogma y la “reanimalización del hombre” hecha en nombre de su civilización es la diaria liturgia. Una peligrosa apatía del alma esparce desde entonces su aridez ya perdido el deseo de conocer la verdad, el bien, la belleza y el orden.

Los nuevos universitarios pueden ser tan brillantes como pedantes entidades, energéticas, ambiciosas, que pueden absorber información a una velocidad vertiginosa y discutir todo con arte. Pueden escribir (algunos, no todos) obras completísimas y bien fundamentadas en las más prolijas investigaciones. Todo eso hecho sin el menor compromiso intelectual; sin expresar juicio alguno sobre la ética y la moral subyacente a todas las acciones humanas. Todo para ellos es nada más que una opinión —pasajera además— que surge del análisis de los hechos fríos y sirve para algo antes de extinguirse y volver al oscuro lugar de donde vino. Nadie tiene convicciones que no sean las prefabricadas por esa cultura estéril, valga la contradicción de términos. La vida interior de estos “hombres nuevos” tiene toda la vaguedad de una nube.

Muchos de ellos sostienen una especie de eterna disidencia con algo que sus predecesores destruyeron. Los menos apasionados son simplemente indiferentes a las magnas fuerzas que crearon la civilización que han heredado. Los más apasionados mantienen una postura de pedante criticonería que se traduce en posturas —raras veces discutidas— que deben ser al mismo tiempo sinceras e irreducibles: vegetarianismo, antisemitismo, o el izquierdismo bien pensant caen bien, sirven siempre y conforman una posición segura. Todo menos tener serias convicciones morales o religiosas. Eso mejor no mencionarlo porque no ayuda a ser incluido.

Recientemente me crucé con una persona e intercambié con él algunas ideas. Después de algunos minutos y viendo que sus argumentos se desvanecían mi interlocutor apeló a uno de los dogmas favoritos: “No se puede argüir con analogías”. Le recordé que la habilidad de identificar procesos análogos es parte de la misma definición de la inteligencia humana. El término “inteligencia”, del latín intelligentia, deriva de inteligere un compuesto de dos términos: intus (“entre”) y legere (“escoger”). El mismo origen etimológico hace referencia a quien compara dos cosas hallándolas ora disímiles ora similares. No cuesta mucho detectar la raíz analógica en eso. La reacción del hombre fue un latigazo de oficialidad: “¡Yo me gradué en una universidad y usted no!” Recordarle que ni Shakespeare, Borges, o Jefferson lo superaban en ese respecto (aunque este último fundó una universidad de mucha fama) fue la gota que rebasó el vaso. Mi interlocutor se llamó a un silencio entre bochornoso y enojado. Soy inocente de haber iniciado aquel diálogo pero ahora me sirve para mostrar la clase de tribu que crece entre nosotros y que desde hace un tiempo ejerce el poder moral, político y económico luego de haber destruido toda capacidad de interesarse en la verdad.

Lo que debiera preocuparnos no es la mentecatez cuidadosamente fabricada de nuestros nuevos amos sino lo que viene después. Las universidades continúan produciendo como la proverbial máquina de hacer chorizos pero alguien se ha robado el relleno y lo que nos queda es solo la piel inflada. Nuestros potenciales intelectuales, los que deben enfrentar y resolver los graves problemas que aquejan a la humanidad al fin de cinco siglos de modernidad, se han recusado de sus funciones. No les interesa —o peor aún fingen que no les interesa— la razón, el argumento. Y por eso mismo les ha dejado de interesar la verdad ¿Han perdido su alma luego de conquistar el mundo académico disfrazados de sabios?

Esa es la alarma que Bloom sonaba hace dos décadas, en otro siglo. El diagnóstico espiritual que Bloom presenta es el mismo que —más buenamente— presenta Juan Pablo II en Fides et Ratio y que C. S. Lewis propone casi como un llamado a las armas:

“Tal vez estoy pidiendo lo imposible. Tal vez, en la naturaleza de las cosas, la comprensión analítica siempre debe ser como un basilisco que mata para ver y sólo puede ver matando. Pero si los científicos no pueden detener este proceso antes de que llegue a matar a la misma razón, entonces tenemos el deber de detenerlo.”

Lewis había crecido intelectualmente en ese ambiente enrarecido de principios del siglo XX durante la época en la que todos estos males estaban gestándose. Con meridiana claridad reconoció la cizaña antes que floreciera y apeló al deber —algo muy británico después de todo— porque presentía que la razón misma estaba siendo minada y la resistencia tendría que venir de nuestra lealtad a todo lo que por experiencia sabemos bueno y noble. Nadie necesita razones profundas para defender a la propia madre.

Esos estudiantes y profesionales no son estúpidos pero han sido hábilmente engañados. Nuestro deber es hacer algo para disipar esa niebla. La situación es grave, quizás esto sea un signo de los tiempos del fin tal como lo anticipa Yeats en el amanecer del siglo pasado:

Los mejores han perdido toda convicción y los peores
están plenos de apasionada intensidad
 [1]

Los educadores católicos tienen la grave responsabilidad de exponer la impostura modernista y preparar el terreno para que otra vez se pueda respirar vida en las aulas. La verdad construye porque es dura y firme, mucho más firme que los sofismas y la crítica cínica, esa “nueva inocencia que da en no creer en nada” que Machado presentó como una virtud de la madurez pero que es en realidad un vicio, un veneno que le está costando el alma a nuestra juventud. Hay que hacer brillar la luz. No hay tiempo que perder.

 


[1] The best lack all conviction, while the worst / Are full of passionate intensity.

Tomado de The Second Coming (La Segunda Venida) escrito en las postrimerías de la Gran Guerra por William Butler Yeats (1865-1939).