Carlos Caso-Rosendi
Al poco tiempo de asumir como Primer Ministro del gabinete británico, Margaret Thatcher sorprendió a sus compatriotas con palabras de conciliación y esperanza. Llegó a citar a San Francisco de Asís frente a la puerta de 10 Downing Street expresando el deseo de su futuro gobierno de traer verdad, fe, armonía y esperanza al Reino Unido. Pocos imaginaban la distancia que el reino recorrería en los próximos once años en que Thatcher comandaría el destino de la nación.
En cierta forma los británicos experimentaron antes que el resto del mundo la “corrida a la izquierda” que caracterizó a la política de todas las naciones de Occidente en los años de la posguerra. Lejos quedaba la Inglaterra comerciante y avezada sobre cuyos mercados jamás se ponía en sol. Para cuando Thatcher se disponía a comenzar su gobierno la vieja Albion se había transformado en una nación cuasi socialista en la que los principales medios de producción estaban controlados por el estado, o por sindicatos que ahorcaban el rendimiento de lo que otrora fuera la pujante industria nacional.
Creo que el punto más bajo de la debacle impulsada por los laboristas y los tibios conservadores fue ese momento en que la Unión Soviética comunicó al Ministro de Comercio inglés que ya no adquiriría más productos británicos por considerarlos de pésima calidad. Conociendo la abismal factura de la producción industrial soviética, el desdén de aquella comunicación pasaba de serlo para transformarse en una insultante injuria. Los políticos y los líderes ingleses en general ya se habían resignado a vivir en una sociedad enferma y desquiciada. El resquemor que precedió a la elección de Thatcher acumuló rencor y descontento, alimentado por las huelgas de los nunca satisfechos sindicatos, que habían dejado a Inglaterra pasando frío todo el invierno mientras las calles se llenaban de basura y hasta los muertos quedaban sin enterrar. El sueño pseudo-socialista se transformaba ya no en una pesadilla sino en una migraña persistente y dolorosa que taladraba la sociedad sin misericordia.
Quizás la más grande de las virtudes de Thatcher fue entender el socialismo y verlo como lo que realmente es: un sistema que funciona hasta que se queda sin dinero que sacarle “a los ricos.” Su tratamiento de la economía inglesa fue tan brutal como efectivo. Primero le puso un torniquete a la hemorragia de fondos públicos. La idea era detener la imparable alza de los impuestos que financiaban todo tipo de programas inefectivos y parasitarios. Sin descuidar a los trabajadores les propuso algunas salidas económicas, todas caracterizadas por el principio simple: el dinero se gana, no es un regalo del estado sino el resultado de la individualidad industriosa.
Muchas industrias fueron privatizadas de nuevo. Los sindicatos se opusieron pero la arrolladora fuerza y habilidad política de Thatcher derribó a los líderes fofos que ya no representaban a los trabajadores sino que los consideraban un feudo del que extraían la mayor cantidad de dinero posible. El tamaño del estado fue reducido, especialmente en lo concerniente a entes reguladores que entorpecían el desarrollo del comercio y la industria con una red interminable de condiciones onerosas e imposibles de satisfacer en su totalidad. Contra todo lo que predicaban los economistas de su tiempo, modificó la política cambiaria y estableció una severa disciplina monetaria liberando capitales para que pudieran entrar inversores y los capitales ingleses pudieran ser también productivos en el exterior.
Aún después de haberse retirado de la lucha política, sus opositores respetaron la disciplina fiscal por ella impuesta. Eso constituye uno de sus mayores éxitos: que retornara el sentido común a la administración del Reino, algo que había estado ausente desde los días de Churchill. Hasta Tony Blair, el laborista que la sucedió en Downing Street, admitió que efectivamente, a los ingleses les resultaba mejor vivir en el capitalismo. Nadie quería volver a los días sin electricidad y al hedor de la basura sin recoger.
La tibieza de los conservadores que tranzaban en sus principios había ido socavando los cimientos del primer país capitalista de la historia hasta transformarlo en una sociedad enferma y odiosa en la que todo se negociaba por consenso y donde las cosas siempre empeoraban año tras año mientras los políticos hacían poco más que formar comisiones, discursar, dar excusas por su incompetencia, buscar culpables y aumentar los impuestos mientras la calidad de vida se desplomaba por debajo de los niveles de España y Grecia.
Thatcher se negó a bajar por ese tobogán y empezó a empujar a una sorprendida y pataleante clase política inglesa por un nuevo camino en el que al principio, sólo ella creía posible: re-alinear la economía del Reino de acuerdo a los principios de Friedrich Hayek y los economistas de la escuela de Viena. Su completo desprecio del modo de vida y las fallas morales de la ideología comunista la llevaron a pararse con Ronald Reagan contra la Unión Soviética. Ellos junto con Miterrand y Khol sentaron las bases para la caída de la dominación soviética de posguerra, algo que ella llegó a ver con sus propios ojos.
Cuando la dictadura de los generales quiso distraer la atención de los argentinos por medio de recuperar las Islas Malvinas—a las cuales Thatcher quería renunciar por considerarlas un gasto estúpido en un territorio inservible para la Corona—Thatcher tuvo que elegir entre servir a su política de sentido común económico o “salvar la cara” de esa Inglaterra humillada por un dictador sudamericano tan chaplinesco como los panzas del Kremlin. De nuevo, contra el consejo de sus asesores militares—así como antes había ido contra el consejo de sus asesores económicos—envió una fuerza de tareas a las islas y logró recuperarlas, algo que alargó su vida política que ya empezaba a flaquear.
Un subproducto de esa determinación fue el fin de los golpes de estado militares en Argentina, que se hallaba en un ciclo vicioso de autoritarismo y gobiernos civiles atados de manos desde la década de 1930. La madre de la democracia argentina fue, irónicamente y de rebote, esa mujer que perfumaba su cartera con lavanda y fue capaz de demostrarle a un general de historieta que las guerras se ganan con audacia, con cerebro y no con meras palabras.
Hasta que Gordon Brown decidió reventar el presupuesto británico y volver a los años de la incompetencia, fue Thatcher la que sentó las bases de los éxitos de John Major y Tony Blair. La misma Inglaterra que se hundía en “quieta desesperación” allá por 1978, surgía pujante como el líder europeo de los 1990 gracias a que Thatcher creyó en los ingleses cuando hasta ellos mismos habían perdido la fe y la esperanza.
Con todo, su legado no careció de errores. Muchas cosas quedaron sin hacer y sus sucesores no eran gente del calibre necesario como para terminar la obra que Thatcher comenzó. Pero hoy, a pesar de algunos de sus detractores se felicitan al verla muerta, aún a estas lejanas playas llega el ejemplo de su herencia de coraje y determinación, algo digno de ser copiado por éstos que siendo sus enemigos de antaño, quizás puedan de alguna manera reunir suficiente hombría y decencia para imitar algo de todo lo bueno que hizo por ese país que amó y al que salvó de la ruina con la determinación que sólo una madre puede imponer. Esperemos que alguien con algo de seso recoja la idea.
Que descanse en paz, Lady Thatcher.
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Margareth Hilda Roberts Thatcher
Nació el 13 de octubre de 1925, en Grantham, Lincolnshire falleciendo el 8 de abril de 2013 en Londres. Estudió Química en Sommerville College, Oxford graduándose con honores en 1947. Fue elegida Presidente de la Asociación Conservadora de la Universidad de Oxford en 1946. Durante sus años de estudio se formó en las ideas de Friedrich von Hayek, autor de El Camino a la Servidumbre (The Road to Serfdom), un libro en el que Hayek condena la intervención del estado en la economía como un vicio social que antecede al autoritarismo y la dictadura.