Carlos Caso-Rosendi
El 28 de diciembre de 1856—por infeliz coincidencia, el día en que la Iglesia recuerda a los Santos Inocentes asesinados por Herodes—nacía en Staunton, Virginia, un niño que un día iba a ser el primer presidente progresista de los Estados Unidos. Thomas Woodrow Wilson fue el presidente que hizo entrar a los Estados Unidos en la Gran Guerra, que luego llamaríamos la I Guerra Mundial. Wilson estaba ya en su segunda presidencia y utilizó su capital político para lanzar al país norteamericano a su nueva vocación imperial. Una apreciable mayoría de sus compatriotas no quería entrar en la guerra y no pocas veces citaron el sabio consejo de George Washington a la posteridad “no os enredéis en problemas extranjeros”. Estos se referían a la intervención en Europa como “la guerra de Wilson”.
Wilson fue el impulsor de la Liga de las Naciones, precursora de las actuales Naciones Unidas y también fue miembro del movimiento progresista que nacía inspirado por las nuevas ideas que llegaban desde Europa: fabianismo, progresismo, comunismo, socialismo, etc. Esta legión de ideas comenzaba a taladrar su entrada en la nación y la llevarían a inaugurar el Siglo Americano, el sangriento siglo XX cuyo olor a pólvora y muerte aún no se ha disipado.
La Gran Guerra fue una guerra de velada conquista. Al final de la misma, las cabezas coronadas de Europa se encontraron sujetas a un Nuevo Orden emergente de la vorágine de rebeliones engendradas por la Revolución Francesa y las ideas liberales que le sucedieron. La conquista fue callada pero efectiva. La nobleza europea dejó de gobernar y la Cristiandad, malherida ya por siglos, dejó de existir para dar paso a la era de la laicidad. Para el fin de la Gran Guerra, el comunismo era el nuevo zar de Rusia y empezaba a extender sus tentáculos por todo el mundo. Esa fue la piedra apocalíptica que cayó al mar de la humanidad en octubre de 1917 y envió sus olas por el mundo entero. Hoy sus consecuencias alcanzan a todos los países sin excepción.
Iba quedando Suiza. Ese país que tiene una cruz en su bandera y todavía conserva su nombre romano, Helvetia. Hoy, el banco más viejo de Suiza, Wegelin & Compagnie, fundado antes que existieran los Estados Unidos, cerrará permanentemente sus puertas luego de rendirse al asedio de la agencia nacional de hacienda en un tribunal de Nueva York. Los directores del banco fueron forzados a admitir que ayudaron a proteger la fortuna de docenas de ciudadanos de la Unión contra la rapacidad de los halcones fiscales americanos. La venerable institución helvética fue forzada a cerrar sus puertas. El banco, por carta fundadora, respaldaba sus acciones con los recursos de sus propios directores, o sea “con el honor de su palabra, el respaldo de una impecable conducta pública y las propiedades de los ejecutivos responsables”. Ese noble compromiso, esa nobilísima postura, fue su talón de Aquiles porque los fiscales americanos decidieron litigar contra los directores y no contra la institución. Eventualmente lograron romper el cerco aunque actuaban completamente fuera de su jurisdicción, contra un banco que no tiene sucursales en los Estados Unidos. Por medio de publicitar sus acciones, los fiscales estadounidenses dañaron la reputación del banco, quitándole de hecho su buen nombre y forzando a muchos a dejar de hacer negocios con la antigua institución suiza.
A esta altura seguramente quien lee se preguntará qué conexión existe entre Woodrow Wilson, la Gran Guerra, la caída de las testas coronadas de Europa y ahora un escandalete bancario en la venerable Ginebra. Ya bien se imaginan que sigue una respuesta. Esto está conectado y muy conectado está. La acción de los fiscales americanos es evidencia de la falta de respeto ético por la ley que impera últimamente en el establishment progresista americano. Wilson fue uno de los primeros en tratar de disipar la influencia de la rígida Constitución Americana, la cual sus sucesores también trabajarían duro en demoler. Se puede afirmar que la carta magna de la Unión es una especie de anomalía histórica pues en pleno auge de la lucha contra el orden civil los fundadores de los Estados Unidos establecieron una forma de gobierno que hace esfuerzos titánicos por sostener y afirmar el orden ético, moral, civil y legal en un mundo que ya entonces comenzaba a disolverse en todos esos frentes. En medio de la gran rebelión anti-Dios, los padres de la Unión fundamentaron el futuro de su país en la esperanza y confianza que Dios lo protegiera, “In God We Trust” e invocaron su protección con el Annuit Coeptis, una alusión al verso que Virgilio pone en boca de Eneas, el fundador mítico de Roma: “Dios proteja mi atrevida empresa.”
Con la llegada de Wilson a la presidencia comenzó un largo proceso que hoy culmina con la hegemonía política del progresismo en el país del norte. El ataque ha sido bifronte porque no solo las instituciones políticas han sucumbido a esta ola mundial instigada por el modernismo. también se han destruído las raíces espirituales de ese pueblo que Tocqueville halló “profundamente cristiano” hace solamente dos siglos. Hoy el cristianismo institucional en los Estados Unidos se encuentra en completo desorden. La población ha descendido a una versión herética de su antigua fe, como ocurrió con los maniqueístas en el antiguo Imperio Romano. Impera en los Estados Unidos la vaga y difusa forma del “Dios interior” de Deepak Chopra y Oprah Winfrey, la idea de que Dios está en todos lados, todo lo permite, todo lo ama, todo lo tolera. Y esto se hace aludiendo a veces al Nuevo Testamento. En ámbitos peores, los pastores de los “ministerios de la prosperidad” como Teflo Dollar o Joel Osteen, mezclan la tradición evangélica de los viejos pastores protestantes americanos con alusiones oblicuas al destino manifiesto y predican que Dios quiere que los creyentes sean ricos en los buenos dólares esos donde aún sobrevive la frase de los padres fundadores: “En Dios confiamos”.
Resumiendo, Wilson comenzó la conquista de las instituciones americanas justo a tiempo para ayudar a las fuerzas del nuevo orden a decapitar la última generación de la nobleza europea y con ello, lo que quedaba de la Cristiandad. Ahora con la conquista progresista de los Estados Unidos esa nación y su poderío comercial y militar pueden ser usados como una plataforma para barrer los últimos refugios del capital tradicional, las verdaderas libertades, las culturas clásicas, la identidad de las naciones-estado y, en breve, la religión. La sombra de Leviatán se alza sobre nosotros.
Las pinzas del totalitarismo progresista se cierran sobre el planeta. Alguien puede decir: ¡qué nos importan los banqueros suizos y las garantías democráticas de los norteamericanos! Y conste aquí que no tengo dinero en Suiza, ni se me caen las lágrimas por la nación (o mas bien la mitad de ella) que ha permitido que se exporten aborto, desorden y pornografía al mundo entero. Lo que me importa es que la desgracia que se puede hacer llover sobre los ricos y los organizados—que tienen siempre un buen abogado para protegerse y buenos contactos tras los cuales escudarse—también puede caer sobre nosotros que tenemos que enfrentarnos a las gestapos del “progreso” y la “democracia” solos y con nuestras pobres fuerzas.
Parece ser que el destino de nuestros hijos está ya empaquetado y atado sobre la mesa. Lo que se oye no es el ruido de rotas cadenas, sino el de cuchillos que se afilan en la oscuridad.
¡Señor, date prisa en socorrernos!