Carlos Caso-Rosendi
En la escuela nos enseñan que la Edad Moderna comenzó con la caída de Constantinopla en 1492 y eso es cierto. Ya para entonces una buena parte del Oriente cristiano había rechazado la autoridad papal de Roma plegándose al cisma de 1054. El cisma de Oriente tuvo secuelas funestas, una de ellas fue el avance constante del Islam por un lado y la emigración de cristianos orientales empapados en quinientos años de actitud anti-romana hacia el corazón de Europa. Esa emigración forzosa sembró en Occidente las semillas de la discordia y cuando Martín Lutero rechazó la autoridad papal en 1517 la Edad Moderna comenzó a dar los frutos que envenenarían al mundo en los cinco siglos por venir. Rechazada la paternidad espiritual del Obispo de Roma no se tardó mucho en llegar el rechazo por la paternidad real y entre la Revolución Francesa y la Revolución Bolchevique las cabezas reales del continente fueron cayendo a tierra como macabras frutas maduras, siendo reemplazadas por parlamentos, primeros ministros y presidentes de diversa laya.
Curiosamente la primera democracia funcional se dió en trece de las colonias británicas de América que, después de un par de amargos desacuerdos impositivos y no poca lucha, lograron separarse de su rey inglés. A pesar de los pronósticos negativos y del escepticismo de algunos de sus padres fundadores la democracia norteamericana prosperó y logró sobrevivir de alguna manera hasta estos nuestros días. Se cuenta que cuando Franklin salía de la convención constitucional, el populacho le preguntó “¿Qué clase de gobierno vais a darnos?” Y Franklin, con tono sombrío respondió: “Una república, si podéis conservarla.”
Por ese entonces había un acuerdo bastante general de las cuatro cosas necesarias para conservar andando la incipiente república:
Fuerza para garantizar el orden interno y guardar la nación de la agresión externa; una moneda nacional estable que garantizara el progreso comercial; un sistema judicial eficiente que garantizara la rápida resolución de los desacuerdos entre civiles; y finalmente crédito interno que generara suficiente confianza en la estabilidad de la nación garantizando el ahorro y el desarrollo de empresas de utilidad orientadas al bien común.
Esas cuatro cosas siguen siendo hasta el día de hoy los elementos que mejor salvaguardan la supervivencia de cualquier nación. Habiendo propuesto estos cuatro elementos, los fundadores no ignoraban que los mismos eran ramas de un árbol natural que habían heredado de las generaciones pasadas: el orden moral cristiano. Ellos entendían muy bien que no puede haber una república de hombres venales, o una democracia de criminales. Pero entendieron aún más claramente que la pared que separaba la democracia de la tiranía era tan fuerte como la integridad moral de los participantes y que esa integridad moral debía ser al mismo tiempo reforzada y vigilada para que no se corrompiera como se había corrompido la integridad moral de las familias reales europeas que habían regido a Occidente desde la caída del Imperio Romano. De ahí el famoso lema que aún figura en los billetes: “En Dios confiamos” y el menos conocido “Annuit coeptis” adaptado de la Eneida de Virgilio “Juppiter omnipotens, audacibus annue cœptis” o sea “Que Júpiter omnipotente favorezca mi atrevida empresa” palabras atribuídas a Eneas al tiempo que se embarcaba para fundar lo que un día iba a ser Roma.
Integridad moral, confianza en Dios y la determinación de mantener el orden y la justicia para la posteridad fueron los motores de aquella “atrevida empresa” que se lanzaba a la historia llena de esperanza.
Nuestros prohombres en 1816 copiaron casi sin cambios la letra de aquella constitución norteamericana de 1778 probando una vez más que el papel es el material más fuerte que existe porque aguanta cualquier cosa que le escriban encima. La realidad probó ser mucho más débil que aquel pergamino de Tucumán. Aquella esperanzada constitución nunca llegó a regir nada pues las pasiones y ambiciones de los hombres de las Provincias Unidas no tendían al orden, el bien y la justicia sino todo lo contrario, como bien lo probaron los largos años de anarquía en los que la mera fuerza tuvo que ser usada para mantener un orden injusto y endeble.
Hoy después de haber visto pasar varias constituciones, los argentinos continuamos esperando que funcione lo que ponemos al papel sin tener en cuenta los duros e implacables principios de la realidad humana. Hay que aprenderlo de una buena vez por todas: las democracias son asunto de gente comprometida con los buenos principios eternos que han sostenido a las naciones exitosas de todos los tiempos. Aquella mi frase preferida de Aristóteles lo resume muy bien: “Donde nadie falla en ser bueno, nadie deja de ser bendecido.” Las democracias exitosas están sostenidas por los hombros de gente buena vigilada de cerca por otros muchos buenos que han buenamente acordado un contrato que ninguno de ellos osa desobedecer porque sabe que los que vigilan son buenos pero también son implacables en el ejercicio y la conservación del bien común.
Hasta que esa nación de buenos hombres y mujeres amanezca en el corazón de la gran mayoría, se pueden seguir proponiendo sistemas, fiscales, procuradores, controles, castigos, y una interminable sucesión de leyes que seguirán siendo torcidas por los truhanes para convertirlas en lazo de los tontos.
Fuerza para imponer la ley, moneda estable, justicia eficiente, y confianza interna son los pilares de los buenos países. Quienes carecen de la integridad moral para vivir confinados por el deber de mantener tales principios, tarde o temprano caen bajo el dominio de otros que entienden bien el terrible compromiso moral de la libertad y las ventajas que otorga. Hoy por hoy esta nación ha elegido vivir sin esas pautas. Como consecuencia solo nos queda esperar hasta que aparezca el próximo amo de esta nuestra patria suicidada.