Carlos Caso-Rosendi
Hace no mucho tiempo leía un artículo corto pero muy jugoso de Forfare Davis para la revista católica First Things. El ensayo expone brevemente los cambios que ocurrieron en China a fines del siglo X. El autor cita y comenta del libro de los economistas Glenn Hubbard y Tim Kane, Balance: The Economics of Great Powers from Ancient Rome to Modern America. La idea que presenta es que la Revolución Industrial podría haber ocurrido en China unos cinco siglos antes. Mientras los europeos salvaban lo que podían de entre las ruinas del Imperio Romano, la China de la dinastía Ming florecía comerciando con todo el mundo entonces conocido. Hoy ya existe evidencia de manufacturas chinas encontradas entre las ruinas precolombinas de las colonias escandinavas en Terranova y Maine. Además se sabe que una flota de navíos chinos exploraron las costas americanas del Pacífico en 1132 mucho antes que Colón llegara a Santo Domingo. Los chinos de la dinastía Ming ya conocían el arado de dos astas, la fundición de hierro, el papel, la imprenta y sabían construir navíos capaces de cruzar los océanos en forma segura. Al cabo del siglo X China llegaba al final de una era de descubrimientos que había comenzado unos doscientos años antes de Cristo. Hasta que llegaron los mandarines.
Una nación vieja decae
China era entonces una monarquía asistida por una clase política dominante. Los mandarines eran esa clase y quizás sean ellos los que tengan el dudoso honor de haber impuesto una ideología “dura” por sobre el simple uso de la razón y el sentido común. Ellos veían en ciertas actividades una serie de ventajas o virtudes. Pareciera que favorecían la actividad agraria por sobre la industria y el comercio mientras miraban con desconfianza la ambición empresarial y los cambios que con ella vienen. Les importaba mucho que el sistema de castas y las jerarquías establecidas no fueran alteradas. Quizás fueron demasiado eficientes en aplicar su ideología: al final del reinado del emperador Zhu Di, los mandarines consolidaron su ya fuerte influencia sobre las decisiones imperiales y eso coincide sugestivamente con el comienzo de la decadencia económica y el desarrollo de la insularidad geopolítica que dominarían a China hasta el advenimiento del comunismo en el siglo XX.
Los autores de la obra sugieren que el ascenso de una nación a la prosperidad se debe siempre a alguna virtud inherente al orden que la consituye. Esa virtud o ventaja le permite ascender por sobre sus rivales hasta que las instituciones que produjeron el ascenso tratan de perpetuarlo y dejan de adaptarse a nuevas y cambiantes circunstancias. Por ejemplo, el Imperio Romano decae luego que Augusto creara la guardia pretoriana. Esa misma guardia luego se dedica a asesinar emperadores y vender el trono. La corrupción resultante destruyó lentamente la clase política romana primero y luego los incompetentes desbarataron el imperio. Tratando de salvar el orden imperial, Augusto sembró la semilla de su segura destrucción.
Una nación nueva lucha por sobrevivir
Observando la situación presente en Argentina, en mi opinión, se puede detectar una variante de la misma situación. El malestar de los últimos cien años puede resumirse como una larga trifulca entre diversos sectores de la clase política para acceder “al poder” y “poder” llenarse los bolsillos con el dinero público. Hay quienes describen el proceso de diferentes maneras, ora en forma épica, ora deplorando las fallas morales desnudadas por el desorden reinante. Sin embargo, todas las partes se avienen a un extraño consenso al estar de acuerdo en que la falla es sistémica y que una mejora en la manera de hacer las cosas lo solucionará todo. Cada parte recomienda una manera determinada: moverse más a la izquierda, o más a la derecha; eliminar a ciertos grupos de individuos y favorecer el ascenso de otros; etc. Estas supuestas soluciones se presentan con diversos grados de exaltación y son por lo general resistidas con fiereza por los partidos opuestos. Ocultos detrás de las sugerencias siempre se encuentran los mismos vicios: la solución sugerida siempre intenta facilitar para un grupo determinado el acceso a una parte mayor del poder político. Dicho acceso normalmente precede al correspondiente saqueo del público.
Mirado desde afuera y sin pasión alguna que favorezca a uno u otro grupo, el problema tiene sin duda una raíz espiritual. El viejo axioma aristotélico de la Eticanos alcanza para entender la situación y hacer un diagnóstico adecuado: “Donde nadie falla en ser bueno, nadie deja de ser bendecido” y por lógica oposición: donde nadie falla en sermalo, nadie deja de ser maldecido. El problema está en el ser.Tenemos un ancho y profundo problema moral y cultural. Nuestro problema no es un problema de métodos o sistemas administrativos. El malestar proviene de nuestro propio interior y no habrá solución duradera si no se favorece la mejora moral del pueblo y de las clases dirigentes que de él emergen. Las salvajadas de la derecha y de la izquierda se nutren en fallas espirituales que se remontan en algunos casos hasta tiempos anteriores a la fundación de la nación y algunas de esas fallas no son exclusivamente nuestras sino que son consecuencia de nuestra situación histórica, que a veces nos favorece y a veces nos crucifica sin piedad. Contra esas cosas no hay sistema que valga. Si no se comprenden y se enfrentan con claridad las causas, es inútil lidiar en la oscuridad con las consecuencias. Quizás, si llegamos a ese origen y lo comprendemos honestamente, podremos darnos una idea de la magnitud del desafío que nos presenta la historia y de nuestras verdaderas posibilidades de sobrevivir y prosperar como nación.
Sin Mí no podéis hacer nada
Cuando pienso en estas cosas no puedo dejar de verlas como cristiano. Argentina es esencialmente un país cristiano cuya religión sufre los embates de la modernidad como en otros lugares del mundo. Desde el punto de vista cristiano, los problemas humanos tienen una sola causa primigenia que es el pecado original. También se puede decir que las soluciones a todos los problemas humanos tienen algo en común: Cristo. Para ponernos en situación podemos volver atrás unos veinte siglos e imaginarnos que estamos parados en Cesarea cuando Jesús, reunido con sus doce discípulos más cercanos, les preguntó: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” Esta pregunta fue seguida de otra: “Y vosotros ¿quién decís que soy?” Lo que me interesa resaltar no es la parte doctrinaria del asunto sino el orden y la jurisdicción implícitas en la pregunta. Primero Cristo quiere saber lo que la gente en general, las naciones, los hombres ven en El. Luego quiere saber lo que la Iglesiapiensa de El. Cuando Pedro responde correctamente “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo” se forman una serie de círculos concéntricos. En el centro mismo, Cristo. Entre Cristo y la Iglesia, Pedro. Entre Cristo y las naciones, la Iglesia. El papel de Pedro en este caso es bien definido por lo que Cristo le responde: “Carne y sangre no te lo revelaron sino mi Padre que está en los cielos”. Sin la ayuda de Dios no podemos ver lo que es evidente. De entre todas las naciones doce hombres fueron formados en su capacidad de ver la verdad de Cristo, y entre esos doce uno fue milagrosamente infundido por la verdad perfecta. Como es costumbre divina, el menos dotado (viejo, duro de entendederas, tozudo, imprudente, impulsivo Pedro) fue el elegido para entender. Dios nos hace entender de esa forma cuánto dependemos de El: “Sin Mí no podéis hacer nada”. Dios viene a salvar al mundo. Para salvar el mundo hay que cambiarlo. Para cambiar al mundo hay que trabajar con Cristo. La salvación del mundo es entonces el trabajo de la Iglesia. Cristo revela en la Iglesia los medios para salvar a las naciones. Una Iglesia sin Cristo fracasará en salvar al hombre. Una Iglesia con Cristo simplemente no puede fallar. Cuando se trata de salvar a la Argentina (o a cualquier otro país) el concurso de Cristo y de la Iglesia es ineludible. Lo que se desprende de comprender estos principios es que la situación Argentina emerge en gran parte de la incapacidad o la negligencia de los pastores en formar el alma y el carácter del rebaño de Dios ¿Cómo y por qué ha pasado eso? ¿Cómo se puede revertir la situación? La respuesta es simple pero implica un desafío enorme: Si optimizamos a la Iglesia argentina, el resto se hará solo. Si ponemos primero al reino de Dios y su justicia todas las cosas nos serán dadas por añadidura. Y entonces ¿cómo arreglamos a la Iglesia? ¿cómo afilamos esa herramienta que Dios nos dio? A esto responde María quien dio el empujón inicial para lanzar el ministerio de Cristo al mundo: “Haced todo lo que El os diga”. Si la Iglesia en Argentina avanza la causa de Cristo con coraje y sin amedrentarse; si limpiamos el templo de Dios y nos arrepentimos sinceramente de nuestras falencias y debilidades, así como Pedro lo fue, también nosotros podemos ser instrumentos fieles para que nuestra patria vuelva al orden. Los detalles se los dejamos a Dios, a nosotros nos corresponde hacer lo que El diga. El no fallará en completar lo que falta.