Carlos Caso-Rosendi
En el 144 d.C.—en uno de los momentos más difíciles de la historia de la Iglesia Católica—surgió la herejía marcionista que luego se extendería mayormente por el Imperio Bizantino y sobreviviría por los próximos tres siglos hasta ser absorbida por el maniqueísmo y desaparecer. Es posible que su fundador, Marción fuera el hijo de uno de los primeros obispos de Sinope, una diócesis de Asia Menor de donde Marción era original. Hay quienes suponen—basándose en la conocida habilidad de Marción de citar las Escrituras—que era un obispo renegado de la Iglesia. Cualquiera fuera el caso, lo cierto es que Marción dió origen a una de las más persistentes herejías de su tiempo y para ello hizo uso por primera vez de ciertas armas que todos los disidentes cristianos usarían en el futuro, aun hasta nuestros días.
El genio divisivo de Marción creó una nueva doctrina seudocristiana, modificando la Historia Sagrada y emitiendo un canon propio de las Escrituras. Esto que hoy nos suena tan familiar—tras unos cuantos siglos de Biblias cercenadas, leyendas negras y traducciones caprichosas de la Escritura—era entonces una asombrosa novedad que cautivó a muchos. Marción sostenía, como muchos lo han hecho desde entonces, que el Dios del Antiguo Testamento era vengativo y colérico que no podía corresponder a la mansa y amorosa persona de Jesús. Desde ese principio desarrolló una doctrina dualista que sostenía la existencia de dos divinidades, una mala (la del Antiguo Testamento) y otra buena (la del Nuevo Testamento).
Al comenzar una nueva Iglesia siempre se tropieza con el problema de qué hacer con la Iglesia Católica. Marción no podía destruir a la Iglesia de Cristo pero sí la podía descalificar. Para eso tuvo una idea que a nosotros nos suena más bien gastada, pero que era bastante original para la época: usar las Escrituras para impugnar la veracidad de la doctrina católica.
El problema de esa estrategia era que, las Escrituras del Antiguo Testamento—inspiradas por un «dios malo» según Marción—daban amplio y suficiente testimonio del futuro advenimiento de Jesús. Esa «pequeña» inconsistencia no fue mayor problema para el líder hereje, quien declaró nulo a todo el Antiguo Testamento. Al hacer esto, Marción estableció otro gran principio, que casi todo movimiento herético seguiría en el futuro: eliminar las partes de la Biblia que no convienen a la nueva doctrina mientras que, al mismo tiempo, se exalta a la Escritura (modificada) como la autoridad sobre la cual el nuevo grupo eclesial es fundado.
Recordemos que Marción apareció en la escena cristiana a menos de cinco décadas de haber muerto el último apóstol de Cristo. La Iglesia de entonces soportaba frecuentes persecuciones, algunas locales y otras más extendidas. Los Evangelios y los demás escritos cristianos circulaban sin que hubiera un canon definido y universal. La Biblia de la Iglesia Católica en esos años era la Versión de los LXX o Septuaginta Alejandrina, que consistía básicamente de los libros que hoy encontramos en el Antiguo Testamento de la Biblia Católica.
Las razones para la ausencia de un canon cristiano son varias, principalmente las constantes persecuciones que hacían imposible que los obispos se reunieran en sínodos generales que hubieran sido muy peligrosos por obvias razones. Pasarían casi tres siglos más hasta que se apagaran las persecuciones imperiales y los obispos pudieran reunirse libremente para considerar qué escritos aprobar para su inclusión en el Nuevo Testamento. Una de las buenas cosas que ocurrieron como consecuencia de la herejía marcionista fue precisamente eso: la Iglesia Católica tomó conciencia de la importancia de tener una lista ordenada de escritos cristianos autorizados.
Antes de que la Iglesia pudiera producir dicha lista, Marción creó un «evangelio» de su propia cosecha. En él declaraba que el invisible, indescriptible y benévolo Dios (aoratos akatanomastos agathos theos) se había presentado entre los judíos predicando en el día de sábado. El seudoevangelio de Marción era una versión modificada del Evangelio de Lucas, editado para sostener las doctrinas dualistas del fundador de la secta.
A esta altura encontramos en el movimiento marcionista las características que luego se repiten en herejías surgidas posteriormente.
1—La base de la doctrina es un texto, la Escritura y no el depósito de la fe recibido por toda la comunidad, como en la Iglesia Católica.
2—El texto de la Escritura es modificado o hasta vuelto a escribir para afirmar las doctrinas del nuevo grupo, creando así una nueva y distinta tradición. Lo opuesto ocurre en la Iglesia Católica que preserva cuidadosamente y exalta el papel de la Escritura dentro del contexto de la Sagrada Tradición.
3—Se modifica el contexto histórico o hasta la historia misma. Esto se hace con el doble propósito de afirmar la propia doctrina y al mismo tiempo impugnar a la Iglesia Católica acusándola de ser ella la que «cuenta la historia a su manera». Curiosamente estas acusaciones tan tempranas imprimieron en la Iglesia la costumbre de documentar el desarrollo de su propia doctrina en la historia. En la Iglesia Católica la Historia, las Escrituras y la Doctrina de la Iglesia deben estar forzosamente de acuerdo siempre sin dejar lugar a dudas. Es por eso que sabemos a ciencia cierta que hoy creemos en la misma fe que declararon Cristo y los Apóstoles.
Consecuentemente, uno de los testimonios más fuertes que pueden ofrecerse a favor del catolicismo es su consistencia y coherencia a través de veinte siglos de historia. Tal no fue el caso con los marcionistas quienes se separaron en varias sectas y de una especie de puritanismo original pasaron pronto al gnosticismo y de ahí al maniqueísmo, movimiento que terminó absorbiendo al marcionismo por completo. De esto podemos deducir una cuarta característica de las herejías; su inestabilidad.
4—La inestabilidad doctrinal y su consecuencia, las divisiones sectarias identifican a todas las herejías. Siguiendo el dictamen de «quien a hierro matare por el hierro morirá» los que crean divisiones en la Iglesia pronto gustan en carne propia su amarga medicina.
Podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que todos los movimientos disidentes del cristianismo que se apartaron de la Iglesia Católica han tenido estas cuatro características en menor o mayor medida. Cuando Cristo predicó la parábola de la vid, dijo así: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos. Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado. Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.»
Es innegable el importe de estas palabras de Cristo. La Iglesia debe operar en unión con Cristo y en unidad interna. Es la única manera de producir «fruto», es decir la salvación de las almas. Quien espera operar fuera de este orden que Cristo establece, deja de permanecer en Su amor. Para permanecer en el amor de Cristo se entiende que debemos guardar Sus mandamientos. En esta simple parábola Cristo resume las cualidades de la Iglesia que deberá durar hasta el fin del mundo. Todas ellas provienen del amor cristiano.
La primera cualidad es la humildad. Cristo es la vid, el total de la fe y el total de la Iglesia, mientras que sus seguidores somos los sarmientos que se nutren de El. No existe otro orden por el cual uno de los sarmientos pueda dar origen a otra planta distinta.
La segunda cualidad es la obediencia. Somos amigos de Cristo si hacemos lo que El nos dice. No hay otra opción si lo amamos a El.
La tercera cualidad es consecuencia de las otras dos: la unión. La indivisibilidad de la planta produce fruto que da gloria a Dios en Cristo. Esa unión es el resultado visible del amor que comienza en Cristo y se multiplica en los discípulos.
Como no ocurre ni nunca ocurrirá, entre quienes se separan de la Iglesia Católica, estas tres cualidades distintivas producen el milagro de la duración de la Iglesia en la historia, que es de por sí un testimonio poderoso de la verdad del Evangelio. Cuando Cristo nos avisa que sin El no podemos hacer nada también agrega que nuestra relación con El sólo puede ser fructífera. Sin Cristo los sarmientos mueren sin dar fruto, con Cristo la Iglesia continúa en el mundo y en la historia dando testimonio de Su amor en unión perfecta. Ese es el fruto cristiano por excelencia.
Habiendo comparado las cualidades particulares de las herejías y de la Iglesia no nos sorprende que las palabras de Cristo se cumplan en la historia. Solo la Iglesia fundada por Cristo sobrevive dando testimonio a lo largo de los siglos y al mundo entero con la entera doctrina recibida de Cristo. No importa cuan numerosos sean los miembros de una secta, sabemos que pasarán mientras que la Iglesia continuará su labor hasta que Jesús regrese. Los poderes del mal seguirán creando divisiones pues esa es su naturaleza y sin embargo no prevalecerán contra la Iglesia entera. (Mateo 16, 13-20).
La Iglesia ha visto pasar cientos de sectas, movimientos disidentes, crasas herejías y toda clase de enemigos. El testimonio de la historia es uno solo: la Iglesia siempre queda y sus enemigos siempre pasan, no importa cuan fuerte o astuto haya sido su adversario. Aquel que la sostiene nunca duerme y Su brazo protector jamás descansa.