John M. Oesterreicher
«En el principio del cristianismo está Cristo. Desde nuestro punto de vista, que nos muestra la divinidad de todos los hombres, importa poco que se llame hombre o no a Cristo. Incluso no importa que sea llamado Cristo» [1]
Estas afirmaciones, que a primera vista parecen deshacer la apología de Bergson, pueden apreciarse rectamente sólo si se tiene en cuenta que Las dos fuentes, aunque es la última expresión escrita de su pensamiento, no representa su pensamiento final en todos sus detalles; que sus escritos no manifiestan necesariamente todas sus convicciones personales, incluso en su tiempo, sino sólo aquellas que él creía permitidas por su método filosófico; y, por último, que su consideración por aquellos que no lo hubieran seguido a lo largo de todo su camino le sugería cierta reserva. Así debe ser entendido su sorprendentemente breve tratamiento de la inexorable cuestión acerca de quien era y es Cristo.
Seria incongruente suponer que él, incansable buscador de la verdad, fuera indiferente al hecho de si la divina plenitud habitaba o no en Cristo; más bien habla, en este pasaje completo de Las dos fuentes, para los oídos del dubitante. El parece enfrentarse en el propio terreno de quien duda cuando dice que «los que han llegado a negar la existencia de Jesús no pueden evitar que el Sermón de la Montaña esté en los Evangelios, con otros dichos divinos. Déle el nombre que se quiera a su autor, no puede negarse que fue alguno». Ni tampoco hay escapatoria ante su reto -¿no es eso lo que Bergson confía en insinuar?- Dice de los grandes místicos que no hacían sino imitar y continuar «lo que el Cristo de los Evangelios era completamente». Así El es la Fuente de su vida, infinitamente más elevado que ellos.
Varios amigos que conocían bien a Bergson afirman que ese era verdaderamente su punto de vista, por ello no necesitamos suponer – sabemos- cuán grandemente Cristo, su vida, pasión y gloria le importaban. Georges Cattaui escribe que en una de sus muchas conversaciones con él, entre 1932 y 1938, quiso saber la verdadera interpretación del pensamiento de Bergson en Las dos fuentes, acerca de que todos los méritos de los místicos cristianos provienen en ellos sólo de Jesús: «Cuando le pregunté con alguna insistencia, me confió que él creía en la divinidad de Cristo». [2]
Otro testigo es el padre Sertillanges, a quien dijo, no mucho antes de su muerte: «Es evidente que el Cristo es sobrehumano. Surgió entre los hombres, un hecho enteramente nuevo, aunque creo que este hecho y el del cristianismo no hubieran sido posibles sin los que procedieron en la historia de Palestina» [3]
A lo cual dijo el padre Sertillanges que ésa era la doctrina de Cristo, y que el cristianismo era la religión de Israel desplegada. «Ese es el modo en que yo lo entiendo – continuó Bergson-. Cuando pregunto: «¿De dónde viene Cristo? ¿Cuál es la fuente de ese hecho sobrehumano?», me digo a mí mismo que seguramente El viene de lo alto. Esto es, yo creo, lo que usted llama gracia». El padre Sertillanges rectificó: «Gracia de unión» y dijo que Cristo y Dios se relacionan de tal modo, que lo divino y lo humano se unen en su Persona, y eso es lo que significa la palabra «Encarnación». A lo cual Bergson confesó: «A esa teología no tengo nada que objetar. Desarrolla precisamente lo que yo mismo he dicho».
Una posterior evidencia de eso nos la da una carta escrita por Bergson en 1939 en memoria de Charles Peguy: «! Grande y admirable figura ¡Estaba esculpido en la materia con la que Dios hace héroes y santos: héroes, porque desde su primera juventud Peguy no tuvo mas preocupación que la de vivir heroicamente; santos, ¿no tenía él de común con ellos la convicción de que ningún acto humano es insignificante, de que toda acción humana es grave y resuena en todo el mundo moral? Tarde o temprano tenia que llegar a Aquel que asumió los pecados de la Humanidad y sus sufrimientos» [4]
En Las dos fuentes, el pecado no se menciona; aquí no solo se le menciona, sino que su peso es tan grande que tienen que ser llevado por el Uno sin pecado y puro. Tan gravoso es el sufrimiento del hombre, que Cristo quiso hacer suyo nuestro dolor. Innegablemente, para el Bergson de esta carta, Cristo es el Salvador cuyo amor abraza toda la Humanidad; cuya pasión es bendita e infinitamente fructuosa.
Jean Wahl relata un episodio relativo a esta carta. Le preguntó a Bergson por qué al hablar de Cristo había escrito «El» (Celui), con letra mayúscula. Y ésta fue la contestación: «¿Cree usted que puede hablarse de El como de un hombre?». (0, «¿Cómo de cualquier hombre?»] [5]
El profesor Whal no recuerda qué expresión usó Bergson, pero tiene toda la razón al pensar que en ese contexto sus significaciones son aproximadamente iguales. Bergson continuó: «En el momento [de la venida de Cristo], algo ocurrió en la humanidad que procedía de fuera y por encima de ella. Me di cuenta de esto leyendo a los grandes místicos. Un movimiento tan bello, el más sublime de la humanidad, no puede venir a no ser de un principio divino» [6]
En otro lugar, hablando de los últimos meses de Bergson, tan entristecido, tan lleno de ansiedad por el destino de Francia y el futuro del mundo, Jean Wahl dice que Bergson tenia como guía el mundo espiritual de los místicos, la palabra del «Dios de los Profetas, del Dios de Jesús, el que para él era el Dios Jesús, a quien reconocía y adoraba fuera de cualquier iglesia, pensando que él, portador de toda la filosofía del mundo, no podía saber más que el más humilde creyente en la iglesia de un pueblo» [7]
Este testimonio es muy valioso, pero debe ser expresado con más precisión. (El propio profesor Wahl rectificó más tarde su afirmación: «Es cierto que en un sentido estricto él estaba fuera de cualquier iglesia. Pero en aquel tiempo, yo no sabía que él quería ver a la Iglesia junto a él, y lo que yo he escrito debe, por tanto, completarse y rectificarse incluso»). Fue fuera de la Iglesia ciertamente, pero sólo mediante ella, como Bergson encontró al Dios que es Amor, y le adoró, si no desde ella, al menos con ella. Le encontró mediante la Iglesia, porque ella es la custodia del Evangelio y el aya de los santos, y él rezaba con ella según esta se hacía cada vez más vital para él. Valoraba altamente El desarrollo de la doctrina cristiana, del cardenal Newman, lo cual sugiere que, con Newman, llegó a concebir el dogma de la Iglesia no como un signo de «petrificación», sino de crecimiento, como una ofrenda de fecundidad y vida. El llegó a ver que la doctrina de la Iglesia es la palabra de Cristo manifiesta, la semilla convertida en árbol; el capullo, en flor abierta; todo su poder y su gloria ocultos al principio y ahora desplegados.
Eduard Le Roy, sucesor de Bergson en el Collage de France, asi como en la Académie Francaise, habla de una discusión que tuvo con él después de la publicación de Las dos fuentes. Según dijo a su maestro y colega, era necesario, en su opinión, un complemento a este estudio, particularmente sobre dos puntos: el problema del mal y del pecado, por una parte, y por otra, la relación entre la religión estática y la dinámica, entre lo cerrado y lo abierto – esto es, la Iglesia, esa mutualidad espiritual que incorpora ambas-. Surgió allí entonces, cuenta Le Roy, la cuestión de la caída del hombre, su modalidad y sus consecuencias. Bergson reconoció que esta cuestión se planteaba inevitablemente, pero añadió que no había hablado de ella en Las dos fuentes porque él no había llegado todavía, siguiendo la línea de su método, a una contestación que le satisficiera, y preguntó a su amigo cómo se representaba él esta caída. Cuando Le Roy le hizo una sumaria descripción, Bergson escuchó como siempre, con profunda atención; durante un momento estuvo silencioso y luego preguntó: Est-ce orthodoxe? («¿Es eso ortodoxo?»). Subraya el profesor Le Roy, que lo preguntó con una voz que traicionaba una fuerte preocupación, que nunca le abandonaría, por «una adhesión, sin reserva o equivocación, a doctrinas e instituciones que se extienden más allá del dominio de la pura filosofía».
En su último encuentro con el padre Sertillanges, Bergson llamó a la Iglesia le prolongement du Crist (Cristo extendido), «en el fondo, el mismo hecho», una sociedad abierta, universal en espíritu y tendencias, que conservan la inspiración de Cristo y, en su catolicidad, independiente de condiciones étnicas y de contingencias sociales y policíacas. Deplorando la división de los cristianos, dijo que los protestantes estaban equivocados al desgajar el tronco del árbol; haciendo esto, han perdido la savia vivificadora. Hay bellas almas entre ellos, pero no místicos, no superhombres, tan numerosos en la Iglesia católica. Y añadía: «Para mí, el santo es el verdadero superhombre, del que Nitzsche sólo presentó una imitación.» [8]
Esto ocurría en 1940. El padre Romeyer habla del inmenso gozo que llenó su alma cuando, en una conversación que tuvieron ya en 1933, Bergson confesó su creencia en el Cuerpo Místico de Cristo: «Estoy convencido completamente de su existencia [de Dios], incluso de la divinidad del Místico que fue el Cristo de los Evangelios. Sin embargo, mi íntima creencia va más allá: puesto que este Cristo, que reveló al mundo la existencia del Dios del amor, quería vivir perfectamente y enseñar con todo poder la religión del Sermón de la Montaña, su permanencia sobre la tierra pedía una continuación. Era apropiado que una autoridad universal y social, procedente de su pensamiento y designio, una iglesia, mantenedora por institución de su espíritu, de su voluntad y de sus medios, fuera su continuación – cuando El volviera al seno del Padre- en este mundo mientras vivan los hombres. Sólo así el misticismo de los Evangelios, al pasar de Cristo a los cristianos, podría mantenerse sustancialmente puro. Como El tuvo que ascender de nuevo hasta su Padre antes del fin del mundo, Jesucristo tuvo que instituir la Iglesia». Al llegar aquí Bergson se preguntó: «¿Es esto puro razonamiento?» Y replicó: «No, puesto que emana del contenido experimental de los testimonios místicos. Y este contenido, tan opuesto a las iglesias de intención humana como en armonía con la fe de la Iglesia católica, es único de hecho y de derecho…» «¿Sostiene usted entonces acerca del misticismo cristiano – preguntó el padre Romeyer- que la divinidad de la Iglesia católica está ligada a la divinidad del Cristo de los Evangelios?». «Si», contestó simplemente Bergson. [9]
Estas confesiones de fe en Cristo y su Iglesia, comunicadas por estos dos filósofos, fueron hechas en privado, en la intimidad de la amistad. La razón de Bergson para no declarar públicamente su creencia interna en la Iglesia era, según sus propias palabras: «No me gustaría avanzar demasiado, para que no se diga: «Era católico de antemano; su pretendido método no era sino un rodeo hacia una meta prefijada». Además, en un momento en que todas las fueras espirituales son muy necesarias, yo no me atrevería a descorazonarlos insistiendo en la necesidad de la Iglesia». De modo semejante, su creencia en Cristo estaba casi oculta en su corazón y nunca manifestada en público; él explicó su reserva: «Temería empequeñecer el impacto de mis resultados, que no tienen `mas valor – si tienen alguno- que el de su independencia de la fe y el modo en que, sin embargo, la encuentran…No me gustaría que se dijera: «Esto es lo que él iba buscando». En verdad, yo no buscaba nada, y no es culpa mía si todos los buenos caminos llevan al Evangelio».[10]
La precaución de Bergson nacía de su consideración por los demás; temía perjudicar más que ayudar a los hombres de buena voluntad. Los cristianos deben respetar profundamente esta nobleza de carácter, aunque él no debiera olvidar que el reino de la verdad y la soberanía del amor pueden exigir el sacrificio incluso de estas delicadas consideraciones, como la majestad de Dios exigió a Abraham prontitud para sacrificar a su hijo. Sin embargo, en la época en que Las dos fuentes fue escrita, no fue la precaución la que hizo ignorar a Bergson la necesidad de la Iglesia en la vida de los místicos; parece más bien que él no estaba plenamente consciente de ella. Debe de haberle costado años de oración, meditación y lucha interior el poder ver una verdad tan repugnante a los hombres de nuestra época.
Los Místicos, primeros entre los hombres
Bergson halla la cuna de la «religión dinámica» en el corazón del místico, que se siente invadido por Uno inconmensurablemente más poderoso que él mismo, como el hierro es invadido por el fuego que él hace brillar. Aunque mantiene su identidad personal está unido con el esfuerzo creador y participa en él, el cual, dice Bergson, es de Dios, si no es Dios mismo. De ese modo, el místico trasciende los límites impuestos por la materia a la especie humana, y continúa y extiende la acción divina.[11]
Su experiencia es la más alta y la más positiva al alcance del hombre.[12]
En los místicos se hace verdadero el que los mansos heredaran la tierra. La valoración que Bergson hace de ellos como conductores morales y religiosos, como los conductores de la humanidad, desasosiega a aquellos que querrían pensar que el desarrollo religioso del hombre alcanza su cima en la ausencia de la religión. Los que acarician el pensamiento de que el mundo, siendo mayor de edad, ha superado las «irrealidades» del misticismo, se encuentran embarazados, y ocultan a menudo su inquietud sonriéndose ante los místicos, colocándolos entre los casos de aberración mental. Mas Bergson, humilde siempre antes los hechos, contemplando lo que es, y no lo que la parcialidad busca, sabe que son modelos de salud mental, por todo lo que distingue a una mente como saludable: inclinación a la acción, adaptabilidad a las circunstancias, firmeza combinada con flexibilidad, discernimiento de lo posible y lo imposible, espíritu de simplicidad que se eleva sobre la complicación; brevemente, supremo buen sentido – todo esto caracteriza a los grandes místicos-, nombre que él reserva para los santos cristianos como Pablo de Tarso, Teresa de Avila, Catalina de Siena, Francisco de Asis, Juana de Arco. Nombrando a estos pocos, exclama con gozo ante el torrente de santidad de la Iglesia: «! Y cuantos más ¡» [13]
Los místicos, dice Bergson, consideran todos los fenómenos extraordinarios «como de importancia secundaria, como incidentes pasajeros», siendo su sola y única meta la identificación de la voluntad humana con la divina. [14]
Bergson da una descripción del progreso del alma hacia su meta – la unión con Dios-. Su descripción, aunque mortecina, no puede ocultar que él ha captado algo del fuego que arde en los místicos; sin par en la literatura filosófica, sólo podemos dar aquí un breve resumen de ella. Una vez sacudida en su centro, el alma cesa de girar alrededor de sí misma. Se detiene, como si escuchara una voz; llamada es impulsada hacia delante, sin percibir directamente la fuerza que la mueve, mas sintiendo una presencia indefinible. «Viene entonces una ilimitada complacencia, un éxtasis que lo absorbe todo o un rapto absorbente: Dios está allí; y el alma está en Dios… Los problemas se disipan la oscuridad se desvanece; todo es inundado por la luz». Este esplendor no es el fin del viaje; en el éxtasis el alma no descansa sino un momento, reunido fuerzas para aligerar su paso. Su placer no deja de tener sombras; una ansiedad se cierne sobre ella, «porque por muy estrecha que pueda ser su unión con Dios, sólo seria final si fuera total. Ha desaparecido, sin duda, la distancia entre el pensamiento y el objeto del pensamiento…La separación radical entre el que ama y el amado». Pero aunque le amase, en pensamiento y sentimiento, absorbida por Dios, la voluntad se resiste a la total entrega, aún es externa, y tiene que hallar el camino hacia su Soberano y Señor. Consciente de esto, el alma se inquieta y agita en el reposo. Incrementa esta agitación, que desplaza todo lo demás, hasta que el alma se halla una vez más a solas desolada incluso, arrojada desde la deslumbrante luz en la oscuridad, a tientas, ella, que se había encumbrado hasta el gozo. «No se da cuenta ella de la profunda metamorfosis que se ha operado oscuramente en su interior. Siente que ha perdido mucho, sin saber que era para ganarlo todo. Esta es la noche oscura de la que han hablado los grandes místicos, y que probablemente es lo más significativo y, en cualquier caso, lo más instructivo del misticismo cristiano». El que Bergson entienda la importancia de la «noche oscura» evidencia una concepción real del misterio de la cruz. Inmersa en la oscuridad, el alma está sujeta a las más severas pruebas, dispuesta para su meta. Todo lo que no es bastante puro, flexible o fuerte para ser empleado en Dios, es desechado; todo lo que no es adecuado para su servicio es rechazado y reemplazado. En medio del dolor ella suspira por convertirse en un instrumento perfecto de Dios.
Antes que el alma sea entregada a las pruebas de la oscura noche, ha sentido la presencia de Dios. Le ha contemplado en una visión simbólica, ha estado próxima a El en el éxtasis pero la voluntad la había echado hacia atrás, privándola de su proximidad. «Es ahora Dios», habiendo tomado posesión completa de ella, quien «actúa a través del alma, en el alma; la unión es total, porque es final» Hay un impulso irresistible que la lanza a las mayores empresas. Una tranquila exaltación de todas sus facultades le hace ver las cosas en una vasta escala y, a pesar de su propia debilidad, sólo produce lo que puede ser poderosamente depurado. Por encima de todo, ve las cosas simplemente, y esa simplicidad, que asombra tanto en las palabras que ella usa como en la conducta que sigue, la guía a través de complicaciones que ella, aparentemente, no percibe.
El místico, que no se distingue exteriormente de los demás hombres, ha sido elevado – y aquí Bergson sigue al Apóstol- al rango de adjutores Dei, colaboradores de Dios, «pacientes en relación a Dios, agentes en relación a los hombres». «El amor que le consume no es ya el amor del hombre por Dios, es el amor de Dios por todos los hombres. Por Dios y con la fuerza de Dios ama a toda la humanidad con divino amor».
Aquí el filósofo de la experiencia abraza el centro de la fe, entona un himno al corazón del evangelio, porque Dios es el Amor y porque nuestros corazones son la morada del Amor. Salomón y San Pablo cobran vida en el que se hace eco del salmo del Apóstol: «El amor es lo más grande de todo» y del Cantar del Rey «Ni siquiera la muerte es tan fuerte como el amor…es fuego que ningún diluvio puede apagar ni ningún río ahogar». Como a través de un cristal la tradición mística de la Iglesia, brilla en Bergson.
Por las muchas afirmaciones de Bergson que se aproximan a la enseñanza de la Iglesia, y ante su humilde alabanza del Dios Jesucristo, el padre Sertillanges llama a Bergson «apologista de fuera».
Bergson nunca ocultó sus motivos de gratitud. Ni por un momento negó su deuda y la del mundo. Dijo una vez a Jacques y Raisa Maritain: «Todo el bien que ha sido hecho al mundo desde Cristo, y todo el que será hecho – si alguno más se hace- ha sido y será forjado por el cristianismo». Esto fue dicho en una de las visitas que Jacques y Raissa Maritain, sus antiguos alumnos, hicieron a Bergson. [15]
Jacques Chevalier recuerda también una frase de raro valor. Discutiendo en qué medida era el cristianismo clásico, Bergson, un campeón de la educación clásica, declaró: «Habría que descubrir por qué fue el alma formada por la civilización grecolatina la mejor preparada para recibir el cristianismo. Pero me parece que nos arriesgaríamos a empequeñecerlo ligándolo a una u otra tradición. El cristianismo transfigura todo lo que toca, sólo por hacerlo cristiano» [16]
En una era en la que muchas mentes pequeñas, criadas en la espiritualidad cristiana, piensan que es algo el empequeñecerla, Bergson, un judío, la exalta.
Todo lo que los místicos son, lo son a través de la Iglesia, como riachuelos que salen de la poderosa corriente cuyo manantial es Cristo. No podrían conocer el Dios incomprensible e inefable si no fuera por El, la «revelación que tiene una fecha determinada» y no le podrían oír si no fuera por la Iglesia, que es su voz, que resonará hasta el fin del tiempo. Ella es quien les comunica la aspiración a la unión con Dios, como es su dogma el que – lejos de sofocar la vida interior- la aviva. Por estar su camino jalonado por la luz de la fe, los místicos pueden avanzar en su arduo viaje hacia la directa experiencia de Dios. Y cuando hablan de su experiencia, no toman el lenguaje de la religión, como dice Bergson en Las dos fuentes, hablan su lengua materna. Ellos mismos ponen de relieve su dependencia de la obra redentora de Cristo, continuada en la Iglesia. El principio y crecimiento de su vida interior es debido, según ellos mismos atestiguar, a los santos sacramentos, bajeles del amor en los que la materia es su vehículo.
Y están no menos ligados a la Iglesia por la obediencia, sabiendo que su autoridad es la garantía de la libertad de ellos. Con miedo de la ilusión y aún de su propia voluntad, aceptan y buscan incluso dirección, y se inclinan obedientemente ante la palabra de su confesor. Mejor perderían un favor espiritual que separarse, con el pensamiento o el hecho, del cuerpo de la Iglesia, de la que se glorían en ser sus miembros. Es la evidencia de los místicos, no la fe, la que pide al filósofo, humildemente atento a la experiencia, el reconocimiento del papel capital de la Iglesia. Pero no sólo los místicos dependen de ella; ella es el corazón de nuestra civilización, y si sus libertades son disminuidas, todo el mundo lo sufre.
Siguiendo estas líneas razonaba el padre Sertillanges en su memorable conversación con Bergson, el cual juzgó tan importante este argumento que prometió, alterando su costumbre de no modificar el texto de una obra largamente meditada, reconocer en la siguiente edición de Las dos fuentes, sin abandonar el orden filosófico, el oficio de la Iglesia. [17]
Cuando ambos filósofos intercambiaban sus ideas acerca de la Iglesia como madre de los místicos, Bergson estaba aquejado, como había estado hacía ya largo tiempo, de una penosa artritis. Aunque confinado en una silla de inválido, extenuado, casi completamente inmovilizado, sufriendo indeciblemente en sus noches sin sueño. Murió de pulmonía el sábado 4 de enero de 1941.
Cuando el padre Sertillanges, al despedirse de Bergson, le dijo: «Rogamos mucho por usted, y confiamos también en rogar con usted. Porque el hombre que habla como usted lo ha hecho de las cosas de Dios y de las grandes almas es evidentemente un hombre que reza», él contestó – y éstas iban a ser sus últimas palabras a su compañero-: «Ustedes son buenos; ustedes me han hecho bien» [18]
Aunque el velo de la modestia guardaba su vida espiritual ante los ojos del mundo, el padre Sertillanges, al llamarle hombre de oración, no iba más allá del propio método filosófico de Bergson, más allá de su doctrina de que el verdadero conocimiento viene por afinidad, de que la comprensión profunda dice parentesco. Al principio del día, el padre Sertillanges le había dicho que no creía necesario expresarle su admiración y afecto, pero que había una cosa que nunca había dicho: que rezaba mucho por él. A lo que Bergson replicó: «Se lo agradezco con todo mi corazón». Y tomó las manos de su amigo y las apretó contra su propio pecho.[19]
Consciente de la necesidad de la oración, había pedido en su testamento la asistencia de la Iglesia, para que ésta pudiera hablar por él cuando sus labios estuvieran mudos. Algunos años antes, en su testamento, publicado por madame Bergson, y fechado el 8 de febrero de 1937, Bergson había declarado: «Mis reflexiones me han llevado cada vez más cerca del catolicismo, en el que veo la plenitud del judaísmo. Me hubiera convertido, si durante años no hubiera visto en preparación (desgraciadamente, en gran parte, por culpa de cierto número de judíos desprovistos por completo de sentido moral) la ola formidable de antisemitismo que se va a desencadenar sobre el mundo. Quise permanecer entre los que mañana serán perseguidos. Pero confío en que un sacerdote católico tendrá la bondad de venir – si el cardenal arzobispo de Paris lo autoriza- para rezar en mi funeral. Si esta autorización no fuera concedida, sería necesario dirigirse a un rabino, pero sin ocultarle, ni a él ni a nadie, mi adhesión moral al catolicismo, así como mi expreso y primer deseo de recibir las oraciones de un sacerdote católico.»[20]
Lo más sorprendente de su testamento es el amor de Bergson por el pueblo judío y por la Iglesia. La deuda con el linaje de los patriarcas y profetas era demasiado grande para que pudiera ser olvidada por un judío, pensaba, y él sabía que la dignidad de Israel era exaltada, vigorizada y enriquecida en la Iglesia. Durante mucho tiempo permaneció casi indiferente al judaísmo, y sólo por medio de Cristo tomó conciencia de la parte que él tenia en el antiguo Israel; sólo Jesús despertó sus fidelidades.
Con excesiva humildad parecía pensar que su conversión sería de poca importancia para la Iglesia, porque su edad avanzada y mala salud nulificarían este testimonio a los ojos de muchos. También temía herir a sus hermanos judíos, tan profundamente humillados, y herirlos con lo que falsamente juzgarían que era una deserción en una hora de prueba, y le asustaba el que él pudiera, en lugar de llevarlos a Cristo, separar aún mas a muchos de El. Que no supiera que él estaba en el deber de convertirse en miembro de la Iglesia que reconoció como el Cristo caminando a través de las épocas, continuando su obra de redención, se debió probablemente a un defecto de su filosofía; ésta carecía de un concepto claro de la naturaleza de la obligación, y su «empirismo» no podía darle a él el soporte racional que necesitaba en su dilema.
La Iglesia llama suyos no sólo a los fieles, sino a los que están aprendiendo su camino hacia la pila, así ella reclama a Bergson, aunque éste no fuera estrictamente un catecúmeno. Lo que San Ambrosio dijo del emperador Valentiniano, que murió mientras era catecúmeno, confiamos pueda ser dicho de Bergson: «Su piedad y su voluntad le purificaron» [21]
Durante la mañana de su último día, un sacerdote amigo, el canónigo Leliévre, recibió su aviso. Pero Francia estaba ocupada por las tropas alemanas., las comunicaciones eran difíciles…Cuando el canónigo Leliévre llegó, Bergson había muerto; no pudo sino recitar las plegarias por los muertos y bendecir su cuerpo. [22]
Como Bergson no pudo hacer la adición a Las dos fuentes que había prometido, también otras cosas quedaron sin decir. Ni sus libros ni sus conversaciones conservan su palabra más profunda.
En las decisiones capitales del alma el hijo no puede sustituir al padre; sin embargo, cuando Jeanne, la hija escultora de Henri Bergson, recibió el sacramento que hace nacer de nuevo, con el consentimiento de éste, aunque después de su muerte, y cuando confesó: «Qué maravillosa alegría ser católica», reveló con seguridad lo que en el corazón de su padre estaba.
[1]Bergson: Deux sources, p. 268-256
[2] Georges Cattaui: «Témoignage», Essais et témoignages, p. 123
[3] Sertillanges: Avec Henri Bergson, p. 21-22
[4] Carta de Bergson a Daniel Halévy, publicada en Les Temps (Paris), enero 26, 1939
[5] Wahl: «Au sujet des relations de Bergson avec l’Eglise Catholique», La Nouvelle Reléve, IV, 1 (abril 1945) p. 8.
[6] Ibid.
[7] Ibid.
[8] Sertillanges: Avec Henri Bergson, p. 22, 48, 23
[9] Romeyer: «Caractéristiques religieuses du spiritualisme de Bergson», Archives de Philosophie, XVII, 1 (enero, 1947) p. 31-32
[10] Sertillanges: Avec H. Bergson, p. 22, 20, 21
[11]Bergson: Deux sources, p. 225-26, 235
[12] Delattre: Les derniéres années de H. Bergson p. 135
[13] Bergson: Deux sources, p. 243
[14] Ibid., p. 244-45
[15] Raisa Maritain: «Souvenirs», Essais et témoignages, p. 356
[16] Chevalier: «Comment Bergson a trouvé Dieu», Essais et témoignages, p. 96
[17] Sertillanges: Avec H. Bergson, p. 57
[18] Ibid., p. 57-58
[19] Ibid., p. 27-28
[20] Delattre: «Les derniéres années de H. Bergson», Rev. Philosoph, num 3-8 p. 136
[21] S. Ambrosio: De obitu Valent., 53 (PL 16, 1375
[22] Comunicación privada de mademoiselle Jeanne Bergson, Cf. Prefacio a Essai et témoignage, p. 12