una-escritura-cuatro-sentidos

Carlos Caso-Rosendi

Hoy, en los albores del tercer milenio, hay en el mundo más de veinte mil confesiones que se declaran cristianas. Las hay antiguas como el Catolicismo y la Ortodoxia Oriental, hay otras no tan antiguas, el Luteranismo, el Calvinismo, el Anglicanismo entre muchas otras que surgieron dentro de los primeros años siguientes a la Reforma Alemana; luego tenemos los numerosos movimientos e iglesias evangélicas, mayormente de origen norteamericano y finalmente, los cultos como los Testigos de Jehová, el Mormonismo, la Ciencia Cristiana y otros movimientos que se distinguen, entre otras cosas, por diferir de los anteriores en el concepto que tienen sobre la mismísima naturaleza del Dios a quien dicen representar.

La gran mayoría de estos grupos afirman que su particular interpretación de la Biblia es la única correcta. Esta miríada de interpretaciones provoca una serie de problemas. Por ejemplo, el escándalo que representa (para aquellos que no son cristianos) la proliferación de iglesias que declaran ser los auténticos representantes de Cristo en nuestros días. A pesar de esta aparente confusión, sin embargo, siempre hay gente que busca a Cristo o que desea informarse sobre el cristianismo en general.

Nos compete a nosotros, los cristianos, estar lo mejor capacitados que sea posible para hacer una buena defensa de nuestra fe ante aquellos que la atacan y también el saber presentar nuestras creencias de un modo lógico y ordenado para quienes tienen interés en buscar a Cristo. De ahí que sea necesario reconsiderar una vez más los principios de la sana interpretación de las Escrituras que hemos recibido de tiempos antiguos y que son tan útiles y frescos hoy como el primer día. Este tema ha sido tratado a través de los siglos en forma tan exhaustiva que es imposible desarrollarlo de una forma totalmente original.

Es bueno entonces tener en cuenta que la misión de un apologista no es enseñar sino recordar gentilmente lo ya dicho en tiempos de la remota antigüedad y también en tiempos más recientes. Agustín de Dacia resumió las cuatro interpretaciones clásicas de la Escritura al escribir:

«Littera gesta docet, quid credas allegoria, moralis quid agas, quo tendis anagogia.»

Las Sagradas Escrituras deben ser leídas teniendo en cuenta sus cuatro formas de interpretación. Estas son: literal, alegórica, moral y mística.

¿Cuál es el sentido literal de la frase de Jesús: «El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza.»? El sentido literal de la frase es: «El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza.» El sentido literal es el significado que transmiten las palabras de las Escrituras y que un cuidadoso análisis revela, teniendo en cuenta las reglas lógicas de interpretación. Tenemos esto en mente y volvemos a analizar la frase de Jesús. Tomando en cuenta el idioma arameo, la época en que la frase fue dicha, la geografía del lugar y todo otro detalle trascendente, aún así, el sentido literal de estas palabras es: «El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza.»

Nos podemos imaginar las razones de Jesús para utilizar estas palabras en particular. Cualquiera de sus oyentes estaba familiarizado con la semilla del árbol de mostaza, pero no todos estaban al tanto de lo que implicaba el Reino de los Cielos. Este es un punto importante: nuestra responsabilidad al presentar las Escrituras es poner extremo cuidado y reverencia en respetar el modo y el contexto en el que estas palabras fueron dichas. De esta manera ponemos una base firme desde la cual podemos llegar a un entendimiento más profundo y pleno de su significado. Hacerlo no siempre es fácil.

Muchos encaran la lectura de la Biblia convencidos de que las Escrituras son «simples». Tal es una creencia falaz pues es sólo parcialmente cierta. Nadie tiene mayor problema interpretando los diez mandamientos. «No robarás», por ejemplo, es una orden de Dios muy fácil de entender y que no requiere un poderoso esfuerzo mental para ser comprendida. Sin embargo no siempre las cosas resultan tan claras. Una segunda falacia consiste en pensar que la afirmación de Jesús que «Dios ha escondido estas cosas de los sabios e intelectuales» implica automáticamente que cuanto más ignorantes somos, mejor será el entendimiento que Dios nos da.

De hecho, para la gran mayoría de nosotros, sería imposible leer la Biblia en sus idiomas originales sin la ayuda de los sabios piadosos que la tradujeron de los antiguos idiomas al habla de nuestros días. Muchos cristianos hoy se enorgullecen de no hacer ningún esfuerzo por hallar el verdadero sentido de lo que los autores de las Escrituras han querido darle a sus escritos. Muchos piensan que es cuestión de abrir la Biblia y comenzar a «interpretar» mientras el Espíritu Santo suple lo que por desidia o incapacidad nunca aprendimos.

La actitud mencionada ha traído como consecuencia ciertas cómicas y hasta trágicas malas interpretaciones. Hay quienes no llaman «padre» a un sacerdote católico porque Jesús dijo «A nadie llaméis Padre.» Sin embargo el lector no verá jamás a ninguno de estos celosos cristianos cargando una cruz romana por las calles de Madrid en cumplimiento de lo dicho por Jesús: «Si alguien quiere ser mi seguidor, que tome su propia cruz y me siga.» ¡Esperemos que la frase «Si tu ojo te hace pecar, arráncalo y arrójalo de ti» no impulse a estos intérpretes literales a la automutilación! El sentido literal de la Biblia es entonces lo que el autor puso sobre el papel.

Lo que se dijo literalmente en esa ocasión y que ha llegado a nuestros días así, a pesar de los cambios de ambiente que la historia trae, inevitablemente. Es muy difícil para nosotros, en los albores del tercer milenio, imaginar cómo era la vida en tiempos bíblicos. Estamos separados de los apóstoles del primer siglo por casi tanto tiempo como ellos estaban separados de Abrahám. Tiene sentido informarse, entonces, sobre el contexto en que estas cosas fueron escritas y no debiera sorprendernos si algunas de ellas son oscuras referencias a cosas que la humanidad ha olvidado o que sólo algunos pocos estudiosos conocen luego de muchos años de paciente investigación. Leer la Biblia en nuestro hogar es un privilegio maravilloso que tenemos hoy y que los cristianos primitivos no tuvieron.

Para ellos, el poseer una Biblia estaba tan a su alcance como para nosotros el tener un aeropuerto privado. La Biblia era algo que se escuchaba leer en voz alta en las Iglesias durante la lectura semanal. Es por eso que el apóstol San Pablo dice en Colosenses 4:16 «Cuando esta carta haya sido leída entre vosotros, hacedla leer también a los de la iglesia de Laodicea y ved de leer también la carta de Laodicea.» Podemos imaginarnos a la entera iglesia congregada y al epískopos leyendo en voz alta las palabras de Pablo y explicando lo que la iglesia debía hacer ahora para obedecer las recomendaciones apostólicas.

Esta lectura era una experiencia grupal y no personal. La particular situación histórica (poca gente sabía leer bien; el papel y la tinta eran artículos de lujo y cualquier miembro de la Iglesia estaba casi constantemente en peligro de muerte) nos hace reflexionar sobre cuán importante era (y es) el retener estos conceptos como grupo, en la conversación y la reflexión comunitaria.

El medio mayoritario en ese entonces era la palabra hablada y la protección contra la corrupción del mensaje evangélico era el grupo mismo, a quien no hubiera sido fácil hacer cambiar de opinión una vez que una verdad general había sido recibida como enseñanza. Nada en la historia de la iglesia primitiva nos hace pensar que la lectura y la interpretación de las Escrituras era una experiencia privada. Reflexionemos en la sabia advertencia del apóstol San Pedro sobre ciertas lecturas de las cartas de San Pablo: «Hay en ellas cosas difíciles de entender que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente, como también las demás Escrituras, para su propia perdición.» 2 San Pedro c. 3 vv. 14-16

La ignorancia o la debilidad espiritual, como aquí se cita, no ayudan a interpretar la Biblia para nuestra salvación sino todo lo contrario. Nótese la palabra «algunos» en la admonición apostólica. La Iglesia primitiva no tiene apego por los iluminados que repentinamente encuentran un mensaje distinto y que difiere con el saber común de la mayoría (paradosis, lo entregado hasta hoy o tradición). Por eso es importante estar atentos al contenido y unidad de las Escrituras antes de interpretar algo en contra de lo que la mayoría de los cristianos cree y ha creído por veinte siglos.

Ahora que hemos definido lo que es el sentido literal de lo escrito, es hora de enfrentar otra falacia: el significado literal, tenga o no tenga otros sentidos, es siempre cierto en forma absoluta. ¿En qué falla esta afirmación? Es bueno explicarlo usando un ejemplo. Si yo afirmo: «Hoy he trabajado como un esclavo en la oficina», no estoy haciendo una descripción científica de mi jornada. En el contexto de nuestra cultura, hoy, lo que quiero decir es que trabajé duramente, sin reparar en la hora del almuerzo, quizás sin tener tiempo de tomar un respiro. Sería realmente torpe concluir que pasé el día en cadenas, siendo ocasionalmente azotado y sin recibir ninguna paga. En este caso he usado una metáfora para expresar lo mucho y duro que he trabajado hoy. La interpretación literal de lo que he dicho es «he trabajado mucho» mientras que lo que he dicho literalmente es: «Hoy he trabajado como un esclavo en la oficina».

Igualmente, cuando Jesús nos cuenta que una mujer encontró una moneda que había perdido y que, llamando a sus amistades, les dió la noticia del hallazgo; no quiere decir que ese particular acontecimiento ocurrió y que algún día un arqueólogo va a descubrir una lápida que rece: «Aquí yace la mujer que encontró la moneda y que Jesús mencionó en un sermón.» ¡No! La alegoría, la analogía, la hipérbole, el ejemplo, la fábula… han sido usadas por la humanidad para enseñar conceptos desde el albor del tiempo. No hay ninguna razón para negarle a las Escrituras esas poderosas armas de enseñanza porque algunas personas de excesivos escrúpulos juzgan que todo lo que está en la Biblia debe ser ciento por ciento literalmente interpretado tal cual está escrito.

Un buen ejemplo de lo que no se debe hacer es lo citado por Charles Taze Russell, fundador de los Testigos de Jehová, en su libro Estudios de las Escrituras [1] :

«Así es que Nuestro Señor enseña que los sodomitas no tuvieron una oportunidad completa [de arrepentirse] y les garantiza esa oportunidad.»

Charles Taze Russell se estaba refiriendo aquí a las palabras de Jesús en Mateo 10:13-15 que dicen así:

«Al entrar en la casa, saludadla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz; mas si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros. Y si no se os recibe ni se escuchan vuestras palabras, al salir de la casa o de la ciudad aquella sacudíos el polvo de vuestros pies. Yo os aseguro que en el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma y Gomorra que para aquella ciudad.»

Reflexionando un segundo, encontramos aquí un clásico uso de la hipérbole como el que usamos a veces en una conversación para expresar una improbabilidad extrema: «Voy a ganar la lotería el día que me elijan para ser el Papa.» Nadie en su sano juicio entendería eso como una garantía de que, si soy elegido Papa, voy a ganar la lotería milagrosamente. La frase simplemente refuerza un imposible con otro. Eso es una hipérbole.

Le ha tomado a los Testigos de Jehová (auto-declarados «el medio de comunicación de Dios en la tierra») mas cien años el figurarse esto. Entretanto, a esta fecha, han cambiado su interpretación de esta parábola ocho veces desde que Charles Taze Russell escribió esas líneas a fines del siglo XIX.[2]

El tira y afloje entre la interpretación ultra-literal de las palabras de Jesús y su interpretación simple y llana demuestra los peligros doctrinales a los que se expone cualquier improvisado intérprete de la Biblia que decida trabajar sin considerar la exégesis histórica y la tradición cristiana, común a toda la Iglesia. Tradición que enseña que, los que rechazan de plano el Evangelio, van camino a una condena segura en el día del Juicio. Tan segura es ésta conclusión que Jesús pone a los Sodomitas por sobre aquéllos.

La hipérbole seguramente no fue malentendida por los judíos que constituían el auditorio de Jesús, que conocían bien la historia de Sodoma y su particular geografía. El mensaje era claro: si lo que queda de Sodoma es un llano salado y sin vida… ¿qué quedará de una ciudad o casa que rechace el Evangelio del Reino de Dios? La parábola de Jesús es un ejemplo perfecto de unicidad con el resto de las Escrituras en su contenido y significado. La interpretación literal absoluta de la entera Escritura viola este principio de unicidad pues tarde o temprano encontramos literalistas empantanados como evidentemente les ocurrió a los Testigos de Jehová.

Además, la interpretación literal, por medio de circunscribir la interpretación, arruina la verdadera fiesta de las Escrituras, que es la revelación por analogía de Dios y de sus propósitos. Es sorprendente que por veinte siglos de historia el cristianismo tenga tan pocos dogmas ¿No es verdad? Sin embargo es así. La Iglesia de todos estos siglos ha sido reticente a expresar los dogmas (o enseñanzas inalterables) de la fe y sólo se ha movido en esa dirección para contestar alguna enseñanza herética o para clarificar algo que absolutamente necesita ser aclarado. ¿Por qué? Hay un contraste entre esta actitud de la Iglesia con la directiva de los grupos cúlticos que necesitan «congelar» la interpretación para controlar las acciones de sus fieles y el siempre tambaleante edificio de sus doctrinas originadas en la literalidad selectiva.

Eventualmente estos grupos terminan manipulando las Escrituras por medio de traducciones falaces o cercenadas para que sus propias «interpretaciones» no se contradigan con la Palabra de Dios. Curiosamente ésto los hace enemigos de la misma cosa que dicen defender, la veracidad e integridad de la Biblia. La situación sobreviene como consecuencia de no respetar lo que algunos llaman «la analogía de la fe». Los dogmas son, por su propia naturaleza, definiciones certeras e inequívocas de una verdad que no puede contradecirse con las Escrituras ni con lo que los cristianos han creído y aceptado desde el principio.

Es imposible (uso este ejemplo por exageración) que descubramos hoy un razonamiento en las Escrituras que revele que Jesús no es el Hijo de Dios. Tal cosa sería condenar a la Iglesia de todos estos siglos al error. Es por eso que los dogmas son cuidadosamente promovidos por la Iglesia. Tal no es el caso con los cultos como se puede comprobar estudiando su historia. ¡Las creencias modernas de los Testigos de Jehová declaran cosas que sus fundadores no creían y que aborrecen otras cosas que sus fundadores practicaban como obligaciones hace solamente unas décadas!

Usemos como buen ejemplo una parábola de Jesús que es bien conocida, la parábola del Buen Samaritano en el Evangelio de San Lucas c10, vv. 29-37:

«Un hombre recorría el solitario camino de Jerusalén a Jericó y cayó entre salteadores, que lo despojaron de todo lo que tenía y lo aporrearon y se marcharon, dejándolo medio muerto. Sucedió que un sacerdote recorría ese camino, y cuando vio al hombre en el suelo, pasó por el otro lado. Y un levita, cuando llegó a ese mismo sitio, también siguió por el otro lado. Pero un samaritano llegó adonde yacía ese hombre, y en cuanto lo vio se apiadó de él. Se acercó al hombre y le vendó las heridas, vertiéndole aceite y vino. Luego lo levantó y lo puso sobre su bestia de carga, y lo acompañó hasta una posada. Allí lo cuidó toda la noche. A la mañana siguiente sacó dos monedas de su morral y las entregó al posadero, diciendo: «Cuida de él, y si necesitas gastar más, hazlo. Cuando regrese te pagaré». «¿Cuál de estos tres se comportó como el prójimo del hombre que cayó entre los salteadores? «El que demostró misericordia», dijo el escriba. Y Jesús le dijo: Pues compórtate de la misma manera.»

Mediante esta parábola Jesús demostró que «nuestro prójimo» es el que necesita la ayuda que podemos brindarle, sea quien fuere. Es posible que la parábola sea la respuesta a una de las preguntas más antiguas que tenían los maestros estudiosos de la Torah, la Ley de Moisés. En su inquietud pretendían definir el significado de la palabra «prójimo» según está expresado en el mandamiento: «Amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo.» ¿Era el prójimo el mundo entero, cualquier hombre o solamente otro israelita? Este es un buen ejemplo de la futilidad de preocuparse por los significados absolutos de los términos bíblicos mientras el mensaje principal, en este caso la enseñanza de la caridad, pasa desapercibida.

La enemistad entre judíos y samaritanos, comparable a la enemistad entre judíos y palestinos de nuestros días, es una buena indicación de la fuerza de esta enseñanza en los principios de la caridad para con los necesitados. Tal es el sentido literal de esta parábola: ser caritativo con el prójimo. Ahora veamos si podemos encontrarle un sentido analógico que cumpla con el principio de unicidad de las Escrituras y no sea contradictorio con la enseñanza apostólica que la Iglesia ha creído todos estos siglos. Permitidme postular que esta parábola representa la situación de Israel al tiempo del primer siglo y que tiene un trasfondo histórico. Por otras versiones de esta parábola en otros evangelios sabemos que el camino en cuestión es el camino entre Jericó y Jerusalén.

Este camino entonces, aptamente representa la historia de Israel en la Tierra Prometida ya que Jericó fue la primera ciudad en ser conquistada una vez pasado el Jordán; y Jerusalén fue la última ciudad en ser conquistada, esta vez por el rey David.

El hombre que ha sido víctima de los salteadores, es un judío que ahora es ignorado en su penosa condición por dos transeúntes, uno es un fariseo y el otro sacerdote. Ambos han ignorado a este pobre hombre, que representa en la parábola, a Israel o -más ampliamente- a toda la humanidad caída en el pecado. El samaritano, (recordemos que a Jesús se lo había llamado samaritano peyorativamente), debe entonces representar a Jesús y el aceite y vino que le dispensa como remedio, recuerdan al aceite de la unción y al vino de la eucaristía.

La posada nos sugiere a la Iglesia que recibe al hombre herido por los salteadores. Y ¿qué hay de la promesa «cuando regrese te pagaré» que tan bien ejemplifica el segundo retorno de Jesús para premiar a los fieles que han ejercido la caridad en su ausencia? En tanto el sentido literal nos enseña la necesidad de la caridad; el sentido analógico nos descubre la suprema caridad divina, que dispensa cuidados para con la humanidad caída en el camino de la historia.

En conclusión es necesario contar con un entendimiento lo más claro posible de lo que el autor original ha querido decir si es que queremos progresar más allá de la simple lectura del sentido literal de las Escrituras. Este sentido literal no es el único sentido de la Biblia pero sí es la base sobre la que se asientan los otros sentidos. Excluir de la interpretación bíblica todo lo que no pueda ser entendido literalmente es desperdiciar lamentablemente la enorme riqueza que las Escrituras encierran y negarnos a conocer lo que la Palabra de Dios más quiere revelarnos, eso es; la misma persona de Dios que es de por sí irreducible a una descripción literal pero que puede ser intuida a través de la analogía de la fe.

Para introducirnos al segundo de los sentidos de la Escritura debemos aguzar nuestra percepción. Nótese que no hablamos ya de entendimiento, síno de percepción. Cuando leemos las Escrituras en su sentido literal, estamos atados a la razón. Razonamos el contexto cultural e histórico; razonamos los giros y particularidades del idioma original y aún cuando buscamos la analogía de la fe, seguimos teniendo como guía la razón. En un relato de ficción de G. K. Chesterton, hay un falso sacerdote (en realidad un ladrón muy astuto) que trata de engañar a un simple cura de provincias, el Padre Brown. El cura entretiene al ladrón el tiempo suficiente para que la policía llegue y arreste al malhechor. Sorprendido por la policía, el ladrón finalmente le pregunta al sacerdote cómo hizo para darse cuenta de que él no era un religioso. La respuesta del astuto Padre Brown es maravillosa:

«En tu conversación atacaste la razón y eso, es mala teología.»

Traigo al caso este relato porque vamos a examinar una peculiaridad de las Escrituras que para muchos es, ni más ni menos, que un abandono del examen racional literalista. Los literalistas reclaman que lo que el autor dijo es lo que el autor dijo y ahí se acaba la cosa. No consideran razonable el buscar un significado adicional. Sin embargo, mi argumento es que, al llegar al final de esta sección, veremos el importante papel que la razón ocupa en despertar la percepción del lector al segundo sentido de los Sagrados Escritos; la forma alegórica.

San Alberto Magno (ca. 1200-1280 a.D.), llega a una interesante conclusión mientras medita sobre la Creación y la curiosa realidad de que la razón no pueda explicar concluyentemente el origen divino de todo lo que es creado:

«Debemos afirmar que la creación es, apropiadamente, obra divina. Aún así para nosotros parece sorprendente que no podamos llegar por completo a esa conclusión; ya que ésta no está sujeta a ser demostrada por razonamientos. Y de tal manera, que aún los filósofos no han sabido cómo. A menos que alguno haya hallado el modo, por medio de los Profetas. Sin embargo ninguno ha investigado la forma de demostrarlo. Algunos, sí, han encontrado razones bastante probables; pero no suficientes.»[3]

Este problema del que habla San Alberto Magno está fuera de los alcances de esta obra y de las capacidades de su autor, pero baste para ejemplificar los límites del razonamiento cuando se trata de comprender verdades que exceden el campo limitado de la experiencia humana. Podemos hacer juicios por comparación cuando tenemos experiencia en algo, aún si esta experiencia es limitada. Por ejemplo si tenemos un sólo amigo italiano podemos usar la experiencia adquirida con él para entablar conversación con otro señor italiano que nos presentan en una fiesta. Pero cuando se trata de conocer al Creador y a su obra… ¿quién tiene experiencia? Ciertamente no muchos de los que viven hoy dia. ¿Cómo podría alguien describir a Dios de tal manera que fuese al mismo tiempo una descripción completa y que nosotros, simples humanos, podamos comprender?

Es obvio que no es posible porque el Ser Divino trasciende de tal manera el campo de experiencia del hombre que, por definición, no puede ser comprendido. Es por eso que el segundo sentido de las Escrituras es alegórico pues permite que encontremos en la alegoría alguna característica de Dios o de su obra que podemos comparar con algo que ya conocemos y así sumando estas experiencias parciales podamos gradualmente llegar a intuir cómo es El. Así es que, cuando Jesús dice: «Yo soy la vid y vosotros sois los sarmientos», no podemos reducirnos al mero sentido literal de estas afirmaciones sino que debemos preguntarnos: ¿Qué significa ésta frase? Y el significado profundo de la frase llega a nosotros por un medio que la razón pura haría demasiado engorroso y largo describir. La Biblia está empapada en alegorías.

Por ejemplo el apóstol San Pablo nos dice en Gálatas c.4 v.21:

«Decidme vosotros, los que queréis estar sometidos a la ley; ¿no oís la ley? Pues está escrito que Abrahán tuvo dos hijos; uno de la esclava y otro de la libre. Pero el de la esclava nació según la naturaleza; el de la libre, en virtud de la promesa. Hay en ello una alegoría: estas mujeres representan dos alianzas; la primera, la del monte Sinaí, madre de los esclavos es Agar (pues el monte Sinaí está en Arabia) y corresponde a la Jerusalén actual, que es esclava, y lo mismo sus hijos. Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésa es nuestra madre, pues dice la Escritura: «Regocíjate estéril, la que no dabas hijos; rompe en gritos de júbilo, la que no conocías los dolores de parto, que más son los hijos de la abandonada que los de la casada.» [4]

Y vosotros hermanos, a la manera de Isaac, sois hijos de la promesa. Pero así como entonces el nacido según la naturaleza perseguía al nacido según el espíritu, así también ahora. Pero ¿qué dice la Escritura? «Despide a la esclava y a su hijo, que no heredará el hijo de la esclava junto con el hijo de la libre. Así que, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre.»

Quiero traer aquí en mi auxilio nada menos que al primer apologista de la fe a los gentiles, San Pablo, para afirmar la idea de que el segundo sentido de la Escritura no es algo que meramente nos permite asignar un significado fantasioso a las cosas escritas.

El hecho de sostener que las Escrituras pueden tener un significado alegórico tiene los mismos límites que circunscriben a la interpretación literal. La alegoría hallada no puede revelar algo irrelevante, incoherente o contradictorio con los dogmas de la fe. Estamos aún atados a la necesidad de respetar el principio de unicidad. Observemos con cuidado cómo el apóstol usa las diversas circunstancias de las vidas tempranas de Isaac e Ismael para demostrar cómo se puede llegar a perder la primogenitura divina debido ser tozudo e injusto como Ismael. Para los judíos que escuchaban a este apóstol, no pasa desapercibido que Saulo es un discípulo de Gamaliel, un respetado maestro de la Torah. Tampoco estan en ignorancia de lo que la Torah declara sobre la vida de Abrahán y sus hijos y la familiaridad con la historia les declara, implícitamente, que el plan de Dios tiene dos testamentos; uno judío y otro universal.

También pueden apreciar, por el mero impacto de la analogía, que Dios ha causado ciertas cosas en la historia remota y que ahora las usa para mostrarles el camino a seguir. Dios no escribe en vellones o papiros… Dios escribe en el tiempo, en la historia, usando naciones, familias y hombres notables. Y así, por el mero peso de esta fantástica realización mental, la fuerza del Evangelio penetra sin necesidad de largas explicaciones y razonamientos que tomaría días desarrollar y que sólo graves intelectos podrían comprender. No falta la apelación paulina al don precioso de la libertad y a la dignidad ancestral de ser hijos de Sarah, la mujer libre.

¿Pero, qué hay de la Ley de Moisés, la Torah? San Pablo recuerda a su auditorio el origen de la Ley, el monte Sinaí, que, curiosamente, no está en el territorio de Israel sino en la gran Arabia que ya por entonces había llegado a ser el territorio ancestral de los descendientes de Ismael, el hijo de la esclava. La imagen está ahora completa con esta pequeña alegoría de la montaña de Arabia dentro de la otra gran alegoría de las dos mujeres. ¿Quién se atreve a decir que el apóstol San Pablo está pasando más allá del sentido literal único de las Escrituras? Ciertamente yo no puedo pero, una golondrina no hace verano, y podemos examinar el sentido alegórico más en profundidad cuando consideremos cómo lo utilizó la Iglesia temprana. Jesús, reunido a solas con los doce, decide preguntarles qué es lo que piensan ellos de su identidad. Es llamativo que cuando Simón Pedro da la respuesta correcta: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios Vivo» Jesús conteste: «Bendito seas Simón Bar Jonás, porque carne y sangre no te lo revelaron, sino mi Padre que está en los cielos.»

Es fácil para nosotros identificar a Jesús, porque tenemos nada menos que docenas de profecías acerca del Mesías en el Antiguo Testamento y, porque podemos hacer la lista y ver como cada una de ellas se cumple en Jesús. Y la pregunta, un tanto irrespetuosa, pero válida es: ¡más de cien profecías! ¡Con toda esa información estos hombres no pueden identificar al Mesías sin la ayuda de la inspiración divina! Sin embargo esto no es culpa de la desidia humana sino más bien un designio divino. Es que el Antiguo Testamento meramente guardó esa información preciosa bajo un velo que se descorre una vez que el sacrificio de Cristo se ha efectuado y ha cumplido las profecías. El verdadero sentido del Antiguo Testamento, como bien dijera San Agustín de Hipona, es revelado en el Nuevo Testamento.

La mejor explicación que se puede dar sobre esto está en la Primera Epístola de San Pedro c.1, vv.10-12:

«Sobre esta salvación investigaron e indagaron los profetas, que profetizaron sobre la gracia destinada a vosotros, procurando descubrir a qué tiempo y a qué circunstancias se refería el Espíritu de Cristo, que estaba en ellos, cuando les predecía los sufrimientos destinados a Cristo y las glorias que les seguirían. Les fue revelado que no administraban en beneficio propio sino en favor vuestro este mensaje que ahora os anuncian quienes os predican el Evangelio, en el Espíritu Santo enviado desde el cielo; mensaje que los ángeles ansían contemplar.»

Note el lector las palabras «que no administraban en beneficio propio sino en favor vuestro este mensaje». Este grupo de gente que escribió las profecías sobre Cristo, por el Espíritu de Cristo, no pudo cabalmente descifrar su significado final. La verdad sobre el Mesías está allí en su forma literal pero las otras formas de recibirla han sido veladas hasta que hayan sido cumplidas. ¿Por qué? Porque los actores en el drama único de la redención del hombre deben, paradójicamente, ignorar su libreto.

Así lo declara San Pablo en la Primera Epístola a los Corintios c.2, vv.4-8:

«Y mi palabra y mi predicación no se apoyaban en persuasivos discursos de sabiduría, sino en la demostración del Espíritu y de su poder para que vuestra fe se fundase, no en la sabiduría de hombres sino en el poder de Dios. Sin embargo, hablamos de sabiduría entre los perfectos, pero no de la sabiduría de este mundo ni de los jefes de este mundo, abocados a la ruina; síno que hablamos de la sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra, desconocida de todos los jefes de éste mundo -pues de haberla conocido no hubieran crucificado al Señor de la Gloria- Más bien, como dice la Escritura: que ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman.» [5]

De nuevo prestemos atención al detalle «pues de haberla conocido no hubieran crucificado al Señor de la Gloria». Era necesario que las señales que identificaban la llegada y la persona del Mesías fueran veladas para que se pudieran cumplir las profecías. Adicionalmente, la revelación a posteriori de tales profecías obra como un elemento de prueba incontrovertible que permite ver la luz de la intención divina en lo que anteriormente era un pasaje oscuro de confusa interpretación y ahora se ve claro como el agua de un manantial. Dios ha velado de los hombres su propio ancestral propósito y la revelación debe servir a ese propósito. Los estudiosos judíos llevaban años escudriñando las Escrituras y de ellos heredamos el concepto del significado profundo de ciertos pasajes.

Si bien algunas de las profecías tuvieron un primer cumplimiento en el Israel antiguo, esas mismas profecías eran vistas por los judíos como representaciones típicas de algo más grande que aún estaba por ocurrir. El mismísimo concepto de la sabiduría entre los judíos implica la percepción de algo más allá de lo que salta a la vista. El valor de la sabiduría es como tesoros escondidos que deben ser hallados, pues su dueño, Dios, no espera que cualquiera los posea sino sólo aquellos que están dispuestos a hacer el esfuerzo espiritual y mental.

El que busca un tesoro escondido por alguien, trata de «meterse en la piel» del que lo escondió; trata de pensar como el dueño del tesoro para así figurarse dónde fue escondido. Así es el caso de la educación divina que nos invita a la búsqueda del tesoro para que, en el proceso, aprendamos a pensar y a ser como El. En la Iglesia primitiva entonces, el proceso interpretativo de las profecías del Antiguo Testamento acerca de Cristo y de la Iglesia nos ayuda a validar el valor alegórico de las Escrituras.

Los cristianos primitivos -San Pablo y San Pedro deben ser llamados parte del cristianismo primitivo- no eran fundamentalistas literalistas. El segundo valor de las Escrituras no les era ajeno en absoluto. Lo que nos sorprende del uso alegórico en la Iglesia temprana es su particular mecánica. San Juan recuerda la expulsión de los cambistas del Templo por Jesús y algo le trae a la mente el Salmo que dice «el celo por tu casa me consumirá». Vez tras vez los discípulos pasan por este proceso que es iniciado secretamente por Jesús mismo en el camino a Emaús, luego de su resurrección tal cual se describe en en Evangelio Según San Lucas c.24 vv.13-27.

Aquí hay mucho para reflexionar:

«Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que dista sesenta estadios de Jerusalén y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó a ellos y caminó a su lado; pero los ojos de ellos estaban como incapacitados para reconocerle. El les dijo: «¿De qué discutís por el camino?» Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¿Eres tú el único residente de Jerusalén que no sabe las cosas que han pasado aquí estos días?» El les dijo: «¿Qué cosas?» Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sacerdotes y magistrados le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro y, al no hallar su cuerpo, vinieron incluso diciendo que habían visto una aparición de ángeles que decían que él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres lo habían dicho, pero a él no le vieron.» El les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?» Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras.»

Las alegorías continúan en ese estilo a través del Nuevo Testamento y es así como en la estructura de la celebración de la Cena del Señor, en la Misa se han asociado tradicionalmente las tres lecturas: el Antiguo Testamento; las Epístolas y los Evangelios. En la Misa se lee un pasaje de cada una de estas partes de la Biblia pero éstos no son pasajes escogidos al azar sino que están unidos íntimamente por su sentido alegórico.

De lo considerado antes podemos concluir que la búsqueda del valor alegórico es deseable, es necesaria y concuerda perfectamente con las prácticas interpretativas de los primeros apóstoles. Debemos sin embargo advertir que el sentido alegórico auténtico respeta la unicidad de las Escrituras y de la Tradición Apostólica sin contradecir en absoluto lo establecido por el Magisterio de la Iglesia en estos veinte siglos. Su función es dar testimonio, fortalecer la fe, hacernos creer como dijera Agustín de Dacia «quid credas allegoria».

La alegoría está tan fuertemente atada al modo de enseñar cristiano que, aún aquellos que poco interés tienen en la vida de Cristo, frecuentemente saben que El habló en parábolas.

En el Evangelio Según San Mateo c.7 vv.13-19 leemos la breve pero poderosa parábola de los dos caminos y luego la de los frutos:

«Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso es el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas, ¡qué estrecha es la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran. Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis ¿Acaso se recogen uvas de espinos o higos de los abrojos? Así, todo arbol bueno da frutos buenos pero todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los conoceréis.»

Mientras entramos en el tema del sentido moral de la Biblia, es bueno tener estas dos parábolas en mente. ¡Por algo están una detrás de la otra en el Evangelio de San Mateo!

El sentido moral se encuentra muy cercano a la idea alegórica que consideramos antes. Veamos cómo. Ya en tiempos judaicos, el tercer sentido de la Escritura se entendía como el resultado natural de la enseñanza de la Ley de Moisés. Los maestros del Antiguo Testamento hallaban un trasfondo moral aún en aquellas cosas que no parecían tener más que un significado meramente práctico. Así es que hay quienes creen que las leyes dietéticas que permitían comer la carne de los rumiantes, y que sin embargo prohibían comer la carne del animal de pezuña partida (el cerdo, por ejemplo) tienen un significado moral.

La conclusión moral de este mandamiento es: tener la Ley en la boca no es suficiente; es necesario caminar en ella. La pezuña partida del animal inmundo obraba como una alegoría ideal del hombre que ocasionalmente desvía su paso de la Ley de Dios aunque la declare con los labios. Los maestros de la Ley llegaban así al sentido moral por vía de la alegoría desde la lectura literal. En el Nuevo Testamento estas cosas no cambian. Jesús ha venido a cumplir la Ley de Moisés, no a abolirla.

El resultado de este cumplimiento es el ejemplo moral perfecto, la figura o modelo que nos indica cómo seremos cuando hayamos crecido a la plenitud de la fe. No importa si creemos y respetamos la figura de Cristo, el verdadero discípulo de Cristo se empeña en ser como Cristo además de declarar a Jesús. En las parábolas que leímos al principio de esta sección se hace claro que la simple declaración y apariencia no valen, hay que hablar y caminar acorde, producir frutos que demuestren la clase de árbol que somos. Jesús no es un innovador en materia moral y ciertamente no viene a cambiar ningún aspecto fundamental de la Ley de Moisés.

La Ley de Moisés, a su vez, no es en apariencia, muy diferente de los códigos que otros hombres han producido. El motivo de este parecido es que la Ley Natural, lo que todos entendemos como «conciencia» y lo que la mayoría del género humano acepta como valor moral universal, es un reflejo de la forma de ser de Dios en nosotros mismos. Jesús perfecciona y ajusta el foco de la voz moral que ya existe dentro nuestro y que Dios puso originalmente en nuestros primeros padres.

Cuando consideramos las palabras de Jesús no hacemos sino oír una y otra vez la quintaescencia de la ética judía. Y ¡qué llamativa es la ética de este pueblo cuando la comparamos con los pueblos bárbaros que rodeaban a Israel en la antiguedad! Cada parte de las Escrituras tiene un contenido moral que debemos extraer. A veces esta lección es como las uvas que se presentan, frescas y listas para comer. Otras veces son frutos cuya corteza debemos romper con mucho esfuerzo y determinación. Estos frutos probarán la clase de fe que tiene el hombre que los persigue. Demandarán del lector tenacidad y confianza en la rectitud de Dios.

Cuanto más difícil de obtener la lección, más dulce será su gusto. Volviendo al Evangelio Según San Lucas c. 10, vv. 29-37, y repasando el final de la parábola del Buen Samaritano:

«¿Cuál de estos tres se comportó como el prójimo del hombre que cayó entre los salteadores? «El que demostró misericordia», dijo el escriba. Y Jesús le dijo: Pues compórtate de la misma manera.» Si el significado inmediato y literal de la parábola se hace evidente a la mente del lector (la caridad sin fronteras) hay aquí además una instrucción moral. Primeramente la no tan velada crítica a fariseos y sacerdotes de la época, revela que Jesús tiene la autoridad moral para emitir un juicio sobre su conducta. Para el que escucha queda la admonición «Pues compórtate de esa manera».

Lo bueno del relato es aprender cómo se comportaría Jesús en esa situación en particular. Ese beneficio es un buen ejemplo de la interpretación moral de las Escrituras. El foco moral de ciertos pasajes No olvidemos el principio de unicidad, que rige también para este estrato de la interpretación. Por ejemplo, del relato (Juan c. 8) en el que Jesús no condena a la mujer sorprendida en adulterio. ¿Cómo se interpreta el episodio de la adúltera y cómo nos puede servir de ejemplo interpretativo?

Leemos en el Evangelio Según San Juan c. 8, vv. 3-11: Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen:

«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio, Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?» Esto lo decían para tentarle, para tener con qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó sólo con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose, Jesús les dijo: «Mujer ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?» Ella respondió: «Nadie Señor.» Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más.»

Este pasaje es excelente para mostrar cómo está dispuesto el foco moral de las Escrituras.

En tiempos pasados hubo quienes obviaron copiar esta porción en el Evangelio de Juan para evitar dar la impresión de que Jesús había condonado un caso de adulterio. ¿Ocurre esto realmente aquí? Para comenzar el contexto es uno de enseñanza. Jesús había pasado la noche en el Monte de los Olivos y ahora se acerca al templo a enseñar. Está enseñando cuando la multitud le trae a la mujer. Dejando aparte la simbología y concentrándonos en la parte moral, es necesario prestar atención al significado de la historia. A primera vista vemos que Jesús no interrumpió este momento de enseñanza. No sabemos cuál era el tema que Jesús enseñaba cuando fue interrumpido por esta cuestión. Lo que sí sabemos es que la lección se trasladó rápidamente al tema del pecado humano.

La muchedumbre está enfocada en las faltas de la mujer adúltera. Para Jesús, el foco está puesto en las faltas del pueblo entero. Los fariseos y escribas esgrimen la Ley de Moisés en contra de la mujer. La pena es la lapidación. Jesús no desestima la Ley Mosaica sino que le recuerda a los acusadores que la Ley los condena a ellos también. Lo hace sin muchas palabras pues, conociendo que la Ley Natural está primeramente en el corazón del hombre, le recuerda al grupo de acusadores que también ellos tienen cuentas que saldar con Dios.

La poderosa lección es captada muy rápidamente «comenzando por los más viejos» los que por mera edad han tenido mayor ocasión de pecar. El foco moral de la historia se ha vuelto de la mujer a toda la humanidad que es suave para juzgarse a sí misma, pero se endurece cuando se trata de juzgar al prójimo. Jesús no desestima la Ley Natural o la Ley de Moisés, todo lo contrario, las recuerda y las orienta hacia el interior de la persona.

El foco moral se vuelve hacia adentro del hombre y hacia su tremenda deuda legal con Dios que sólo puede ser perdonada en el contexto de la misericordia. La misericordia entonces, es finalmente demostrada por Jesús en la frase «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más.» La enseñanza moral aquí es, entonces, no a favor del adulterio sino en contra del pecado, la condenación del prójimo y a favor sí, de la misericordia de la cual Dios mismo da buena muestra y ejemplo.

Cristo nos enseña aquí a juzgar como El: estando clara la falta debemos tener cuidado de no condenarnos a nosotros mismos al condenar a los demás, Aún al condenar a aquellos que no tienen defensa. Vivir como Cristo es no juzgar, no condenar, tener misericordia y dar lugar e impulso a la redención. El sentido moral de la Escritura está ahí para ayudarnos a vivir como Cristo y para eso debemos considerar también cómo vivir en Cristo. ¿Qué significa vivir en Cristo?

Anagogia, el sentido místico

Anagogia, «lo que va delante» es el último sentido de las Escrituras.

El sentido místico de la Biblia nos permite ver realidades y eventos en su contexto eterno, revelando su significado permanente. Así como el sentido moral nos invita a vivir como Cristo, el sentido místico nos invita a vivir en Cristo. Al reflexionar sobre este sentido seguimos bajo la obligación de respetar los principios que ya hemos esbozado. Primero, estar atentos al contenido y la unidad integral de las Escrituras, el principio de unicidad. Segundo, leer las Escrituras dentro del contexto de la práctica cristiana de todos los tiempos (lo entregado por las generaciones anteriores, la tradición apostólica). Cuarto, estar atentos a la analogía de la fe; la coherencia de la verdad de la fe a medida que se desarrolla la Revelación Divina para el hombre. En la historia que la Biblia cuenta, desde la caída del hombre en el pecado original y su redención por la Cruz y la llegada de las buenas nuevas de salvación en el Evangelio, se puede apreciar una dirección, un cierto plan de acción que pronto se hace evidente al lector.

Tenemos la rara ocasión de ser protagonistas de la historia que estamos leyendo ¡y de saber el final! En una palabra sabemos que fuimos hechos por Dios, que al alejarnos de Dios como humanidad, Dios preparó un proceso de rescate que, por motivos misteriosos, requiere un acto físico de redención y que Dios mismo viene, en la persona de su Hijo encarnado, a ofrecerse como rescatador. En todo esto, se nos revela, nuestra situación resulta mejor al final que antes de la falta… Dios no sólo nos salva, sino que además nos invita a ser parte de la familia divina. Por lo tanto sabemos que, aunque estemos aún en mitad del drama de la redención humana, que un día, la obra llegará a su culminación gloriosa.

Este inmenso drama de proporciones universales tiene mayormente como escenario el mismo corazón de cada uno de nosotros, donde se libran las batallas entre las fuerzas del bien y del mal. En la batalla final, Dios será vencedor y su revelación a los hombres alcanzará su culminación. La caída del hombre es lo que ha hecho posible la Pasión y en un futuro nuestra redención completa y nuestra residencia en los cielos. «Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y la virtud, por medio de los cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hiciérais partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia.» 2 Pedro c. 1, vv.3-4.

Asi, volviendo a la frase «vivir en Cristo» entendemos que la finalidad de la Escritura es revelar hasta el grado que lo podamos comprender, lo que sería humanamente imposible absorber de otro modo. Sabemos, tenemos la promesa divina de una morada celestial y de la participación en Su misteriosa naturaleza; se nos dan como ejemplo diversas imágenes y declaraciones de lo que eso será, pero no tenemos explicaciones detalladas pues simplemente no podemos contener directamente la idea misma de lo que será hecho con nosotros en Cristo. Cristo ha descendido a nosotros y nos ha enseñado su gloria moral, por decirlo así, al tomar un cuerpo humano y mostrarnos el modelo de cómo debemos vivir. Luego de rebajarse a vivir entre una raza caída y de entregar su vida humana en favor nuestro, Cristo va aún más allá y nos dice «Sube aquí, y yo te mostraré las cosas que están por suceder después.» Apocalipsis c. 4, v. 1.

En esto consiste la parte mística de la lectura bíblica, la apreciación de cómo estamos hoy y cómo estaremos mañana viviendo plenamente en Cristo. La importancia de esta revelación anagógica es fundamental pues la gloria que revela es precedida por el vituperio y los sufrimientos de la Cruz. En su primer anuncio de la Pasión Jesús anunció: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria del Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta. Yo os aseguro: entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del hombre venir en su Reino.» Mateo c. 16, vv. 24-28.

El tremendo mensaje que se nos da aquí es que el glorioso final del drama debe ser precedido por sufrimientos comparables a los de la Crucifixión. Contrario a los muchos dirigentes humanos que esperan sacrificios de sus seguidores que ellos mismos no están dispuestos a hacer, Jesús toma su Cruz primero y nos muestra el misterio del dolor que precede a la gloria. Nos dice que, si vamos a ser como El, debemos sufrir como El.

Que si vamos a ser parte de su cuerpo, de su naturaleza mística, debemos comenzar por imitar su sacrificio en bajar a servir a los que son menos que nosotros y aceptar como pago los sufrimientos, el suplicio de la condición humana hasta el último día. El sirviente no es mayor que su dueño y si el dueño elige el suplicio sin merecerlo, ¡cuánto más debe hacerlo el sirviente que bien merecido lo tiene! Y al razonar sobre la oferta que Jesús nos hace nos damos cuenta que los cuatro sentidos de las Escrituras nos han llevado a ésto, el conocimiento íntimo de la personalidad de Jesús, la aceptación de su persona y la negación de nuestro propio ser para poder ser en El y realizar lo que bien se ha dicho: que fuimos hechos para El y sólo hallamos descanso en unión con El.

El propósito de los cuatro sentidos El propósito de las Escrituras es hacer comprensible nuestro destino celestial. Para alcanzar esa comprensión debemos entender lo que las Escrituras dicen de Jesús y lo que el Espíritu Santo dice usando las Escrituras como medio. Debemos ver a Cristo no sólo en el sentido literal (cuando se lo muestra o se habla de El); también debemos verlo escondido en el sentido alegórico (como lo reconocimos en el Buen Samaritano de la parábola). Habiéndolo descubierto debemos imitarlo en su forma de ser, en el sentido moral de su vida entre nosotros, escudriñando la Biblia en busca de su ejemplo a cada paso de la lectura. El fin de esto es existir en Cristo para cumplir con el sentido místico de la Palabra y así ser en Cristo como Cristo es la Palabra, el Verbo de Vida que ruega por nosotros:

«Padre, los que Tú me has dado, quiero que estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre Justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos.» Juan c. 17, vv. 24-26.


[1] «Thus our Lord teaches that the Sodomites did not have a full opportunity; and he guarantees them such opportunity «(C. T. Russell, Studies in the Scriptures, I, p. 110).

[2] «Los hombres de Sodoma serán resucitados» (The Watchtower, 7-1879, 7-8) «Los hombres de Sodoma no serán resucitados» (The Watchtower, 6-1-1952, 338) «Los hombres de Sodoma serán resucitados» (The Watchtower 8-1-1965, 479) «Los hombres de Sodoma no serán resucitados» (The Watchtower 6-1-1988, 31) «Los hombres de Sodoma serán resucitados» (Live Forever, primera ed. en inglés, 179) «Los hombres de Sodoma no serán resucitados» (Live Forever, ed. corregida.en inglés, 179) «Los hombres de Sodoma serán resucitados» (Insight on the Scriptures, Vol. 2,985) «Los hombres de Sodoma no serán resucitados» (Revelation: Its Grand Climax at Hand! 273) Páginas tomadas de las versiones en inglés.

[3] Super Setentiarum libros 1.8, Opera omnia, ed. Auguste Borget, 38 vols. (Paris: Ludovico Vivès, 1890-1899), 27:22).

[4] Génesis 16, 21:9-21. ver Isaías 2:24 y comparar con Apocalipsis 21:2 et seq.

[5] El Apóstol combina sugestivamente Isaías 64:3 y Jeremías 3:16-17