virtud-y-buena-ciencia

Carlos Caso-Rosendi

Non vogliate negar l’esperienza, di retro al sol, del mondo sanza gente. Considerate la vostra semenza, fatti non foste a viver come bruti, ma per seguir virtute e canoscenza. [1]

Uno de los adalides de este avinagrado movimiento, el italianísimo profesor de Matemática Piergiorgio Odifreddi fue entrevistado recientemente por El País, un diario de Madrid. Cito parte de la entrevista porque que nos interesa para anotar la involución de los argumentos del ateísmo en lo que va de los últimos cien años. Refiriéndose a la creencia en Dios el periodista le pregunta:

Pero ¿cómo formula un matemático algo que carece de toda lógica? 
– Este libro tiene dos inspiraciones claras. La obra de Bertrand Russell ¿Por qué no soy cristiano? y aquel de Benedetto Croce Por qué no podemos considerarnos cristianos. La idea nació porque cada año editamos un libro de Russell y tocaba hacer aquél. Lo releí y me pareció que había envejecido mal con el tiempo. Se lo dije al editor y él me propuso hacer una interpretación propia […] [2]

Lo que salta a la vista en este sincero comentario del Professore Odifreddi es justamente su franca confesión que la obra de su colega matemático Russell ha envejecido mal. Y estoy de acuerdo con él, muchas de las ideas de Russell han envejecido mal y algunas más rápido que otras. Algunas de esas ideas aún caminan por el mundo como el Jinete Sin Cabeza, dando vueltas en la oscuridad después de haber sido defenestradas hace muchos, muchos años. Esos conceptos errados viven su vida antinatural a costa de la ignorancia de quienes aún hoy las aceptan. Pero, volvamos a Bertrand Russell.

Mi afición por la Matemática puede llevarme a escribir largo y tendido sobre temas que son, en general, muy aburridos. Pero ruego paciencia y aseguro desde ahora que el lector no será defraudado.

Odiffredi admite que el opúsculo anticristiano de Bertand Russell envejeció vilmente y las razones de ese envejecimiento las analizaremos más adelante. Lo que deseo agregar es que hubo otras ideas de Bertrand Russell, conclusiones matemáticas que duraron lo que un suspiro en una canasta.

Bertrand Russell comenzó como matemático pero pronto lo distrajo la filosofía, o mejor dicho, la mala filosofía. Fue una especie de Juan Crisóstomo al revés y su retórica dorada fue puesta al servicio de las peores clases de humanismo, las que luego degeneraron en las ideas de Hitler y sus amigos. Russell se abocó al estudio de las paradojas de Georg Cantor, que por entonces había producido una serie de obras en el estudio de la infinitud. No contento con estudiar en silencio las paradojas en la obra de Cantor, Russel se dedicó a atacar la mismísima Lógica. Y por un breve tiempo se hizo de cierta fama, porque sus conclusiones tenían toda la apariencia de ser muy razonables.

Pero, como a veces ocurre, los que sabían de Matemática en serio comenzaron a sentir olor a rata, algo estaba obviamente mal con las aserciones de Russell. Una de esas afirmaciones, tiene que ver con la Teoría de Conjuntos. Explicada en términos muy simples la Paradoja de Russell propone una contradicción (no la voy a explicar aquí porque está en cualquier libro de Matemática) que ya había presentado Epiménides unos veinticinco siglos antes: la paradoja del mentiroso que afirma: «Lo que digo es falso.» Pero claro, si lo que el mentiroso dice es cierto, entonces ¡es falso! No importa cómo se lo mire, la situación parece desarmar las mismas bases sobre las que descansa todo el orden lógico. De golpe ¡todo es sospechoso!

Muchos quedaron rascándose la cabeza. Muchos, excepto un joven matemático de la ciudad de Brno, en lo que era entonces el Imperio Austro-Húngaro. Este muchacho, que luego fue uno de los pocos amigos íntimos de Albert Einstein, se llamaba Kurt Gödel. Sus restos descansan en los fondos de una casa que él habitó en Princeton, New Jersey, no muy lejos de donde estoy escribiendo estas líneas. Meditando sobre esta paradoja de veinticinco siglos, Gödel produjo su Teorema de lo Incompleto [3] que asombró a todos, especialmente a los que lo podían entender.

En aquellos días, Bertrand Russell afirmaba que el trabajo de respetables matemáticos como David Hilbert pronto acabaría con las pocas áreas de la Matemática que aún quedaban por explorar. En pocas palabras, Hilbert creía que era posible construir un sistema axiomático que rigiera toda la Matemática. Este sistema iba a permitir afirmar con certeza si una afirmación matemática era cierta o no. Russell era de aquellos que esperaban con ansiedad que Hilbert completara su trabajo para poder así declarar que ya se conocía toda la Matemática que había por conocer.

El trabajo de Gödel dio por tierra con las especulaciones de Russell, probando que Hilbert estaba equivocado de medio a medio.

¿Qué hizo Gödel para probarlo? Gödel desarrolló una alternativa a la paradójica afirmación de Epiménides. Comenzó con la famosa afirmación «esta afirmación es falsa» y la transformó en «esta afirmación no puede ser probada.» Para hacerlo, Gödel tuvo que desarrollar una nueva disciplina matemática que unas décadas más tarde sería aplicada en el desarrollo de lenguajes cibernéticos de inteligencia artificial. Pero lo que a nosotros nos importa es que Bertrand Russell estaba equivocado. Ya sé que suena un poco contencioso pero sería necesario escribir un libro de Matemáticas para explicar la revolución que Gödel causó y no nos podemos dar ese lujo aquí. Creo que es suficiente resumirlo así: Gödel probó que existe la verdad en Matemática – una certeza objetiva que sostiene todo y que existe independiente del pensamiento humano. Las conclusiones positivistas y post-modernistas quedaron destrozadas pero eso no detuvo su marcha.

La ciencia se pasó los siguientes veinte años mirando con preocupación a la genial prueba de Gödel. Bertrand Russell siguió siendo ateo y siguió debatiendo con G. K. Chesterton, pero se abstuvo de hacer predicciones por el resto de su vida. Sin embargo, el episodio dejó en evidencia su falta de rigor científico y su parcialidad. Pues el hombre de ciencia, ateo o creyente, debería ante todo ser honesto y seguir la evidencia no importa a dónde vaya. Russell, como los ateos de hoy, apostaba con pasión a un resultado guiado por su deseo interior de declarar a la reina de las ciencias como un terreno conquistado completamente por el hombre. Dios parece haberle hecho una broma: hasta el día de hoy la Matemática ha seguido creciendo en extensión, mucho más allá de la teoría de conjuntos.

Más o menos al tiempo que Gödel se devanaba los sesos tratando de poner en orden su teorema, un veterano de la I Guerra Mundial era profesor de Literatura Inglesa en Oxford, sus amigos lo conocían como Jack Lewis. La muerte de su madre, cuando él era apenas un niño de nueve años y algunos estudios en esoterismo durante su temprana juventud, impulsaron al joven C. S. Lewis al ateísmo. Por años su pluma destilaba un elegante desprecio por todas las «religiones, aunque debieran ser llamadas por su nombre, mitos, de las cuales el cristianismo no es más que la más reciente…» etc. etc. Dios le tenía reservado a este Saulo de Tarso moderno el papel de apóstol cristiano del siglo XX a los pueblos de habla inglesa. Pero no fue sino hasta algunos años después que Lewis, de una manera casi milagrosa, se entregó a Dios y lo hizo no sin resistencia.

Lewis tenía la ventaja de haber aprendido todos los dialectos del griego antiguo desde una edad muy temprana. Pertenecía a la última generación que fue formada en la rígida disciplina clásica. Conocía bien los mitos de la humanidad, especialmente los mitos teutónicos de los que disfrutaba desde su niñez. Al contar la historia de su conversión Lewis recuerda que primero reconoció la existencia de Dios pero no llegó a aceptar la Encarnación de Dios en Jesucristo, aunque la idea no le desagradaba. También se sentía atraído a las religiones del Indostán. Lewis no hallaba que el Cristianismo fuera suficientemente original.

En Cristo estaban todos los elementos del mito solar que había encontrado antes en Balder, Sigfrido, Osiris, Marduk y tantos otros. Lewis encontraba que esa falta de «originalidad» del Cristianismo era un defecto y que todos estos mitos similares podían ser explicados como parte de la psicología humana. Lo que Lewis no sabía en ese tiempo, era que ya San Agustín de Hipona ya había notado que el alma del hombre está hecha para Cristo y no halla paz hasta descansar en El. La razón de la similaridad de tantos mitos antiguos con la historia de Jesús es justamente esa: estamos hechos para Cristo y si no lo conocemos, tenemos que inventarnos algo que lo reemplace. Ese es el origen de todos los mitos, de hecho, el origen de todas las inquietudes humanas trascendentales. Lewis estaba observando el problema desde el extremo opuesto. Cristo no es la sublimación de una necesidad psicológica humana que hace uso del mito, sino todo lo contrario; el mito es la limitada versión que la humanidad perdida tiene que construir para llenar el vacío que deja la ausencia de Cristo.

Fue justamente leyendo los Evangelios con un amigo ateo (cuyo nombre nunca reveló) que Lewis se enfrentó finalmente al poder del «mito» cristiano. Mientras ambos hacían una comparación informal de la historia cristiana y de los mitos paganos que se le parecen, el amigo ateo exclamó: «¡Caramba, parece que esto realmente sucedió al menos una vez!»[4] Lewis era un crítico literario de los mejores, quizás el mejor de su generación. Comentando sobre su experiencia al leer los Evangelios, dijo:

«Conozco un mito cuando lo veo, conozco una leyenda cuando la veo y conozco un testimonio vivo cuando lo veo. Reconozco una metáfora cuando la encuentro. Todo esto está en la Biblia, todo es inspirado. Pero por sobre todas las cosas, eso es historia.»

Lewis no deseaba ser cristiano, pero tampoco era capaz de vivir una mentira. En su interior había ocurrido un descubrimiento fundamental, se había dado cuenta que él no era Dios. Algo hacía fuerza desde fuera de su intelecto, algo lo buscaba y él se sentía como el zorro perseguido por docenas de perros y que sabe muy bien que el final es cuestión de tiempo. Aterrado ante la idea de ser encontrado por Dios, Lewis esperaba el jaque-mate final. En ese estado mental leyó la obra de Chesterton The Everlasting Man:

«Un gran hombre sabe que él no es Dios y cuanto más grande es él, mejor lo sabe. Los Evangelios declaran que este misterioso Hacedor del mundo nos ha visitado en persona. Lo máximo que cualquiera de los profetas había hecho hasta ese momento era declararse como el fiel servidor de ese Ser. Pero si el Creador estuvo presente en la vida diaria del Imperio Romano, eso es algo único y sin paralelo en la naturaleza. Es la más asombrosa declaración que un hombre haya hecho desde que articuló su primera palabra. Reduce al polvo y al sinsentido toda comparación entre las religiones.»[5]

Ahí estaba todo, en los Evangelios. Se podían ver los elementos míticos, la ascención de Cristo desde la oscuridad de su aldea en Galilea hasta el cenit del Calvario. La penetrante sabiduría de sus dichos concentraba y refinaba los pensamientos de todos los filósofos y los elevaba a alturas majestuosas sin perder por eso el lenguaje sencillo y campesino. Las metáforas estaban allí, pero no eran simples invenciones literarias como las Kenningar der Skalden que Lewis estudiaba con sus alumnos. Estas eran metáforas hechas con vidas de hombres y mujeres, entrelazadas con sus nombres y los nombres de ciudades y regiones que habían existido por siglos antes que los sucesos de los Evangelios sucedieran. Una mano sobrenatural parecía disponerlo todo sin que nada sobrara o faltara. Era Dios. Era ese Dios hecho hombre que había preparado a Lewis por años, moldeando sus emociones, su mente y sus estudios para que le sirvieran un día para buscarlo a El.

Finalmente, en una caminata después de la cena con Hugo Dyson y J.R.R. Tolkien, su amigos le indicaron que la única diferencia entre los diversos mitos y el cristianismo era que nunca íbamos a enterarnos de que Osiris había caminado la tierra, pero que Jesús, en cambio, había dejado huellas; hubo gente que habló con él y que lo vio y comentó lo que Jesús había hecho. Lewis termina de describir la escena en pocas y escalofriantes líneas.

«Mientras continuábamos caminando, nos interrumpió una ráfaga de viento que ocurrió tan súbitamente en esa cálida y calmada tarde, enviando tantas hojas bajando en cascada, que pensamos que estaba lloviendo. Todos contuvimos el aliento, apreciando el éxtasis de ese momento.»

Dios parece haberse hecho presente en la vida de Lewis desde entonces. Llegó a ser uno de los grandes defensores de la fe cristiana y sus obras continúan generando conversiones hasta el día de hoy. Quien escribe estas líneas puede dar fe con su experiencia personal.

El mundo en el que Lewis brilló, acababa de perder a G. K. Chesterton. Eran los años de la II Guerra Mundial cuando aún los Estados Unidos e Inglaterra podían ser considerados naciones cristianas enfrentadas a la realidad de dos regímenes ateos y anticristianos: la Alemania Nazi y la Unión Soviética.

La victoria aliada no trajo como consecuencia un resurgimiento de las ideas cristianas sino todo lo contrario. Lewis se enfrenta a la realidad por venir en una de sus obras cumbre, The Abolition of Man (La Abolición del Hombre.)

Habiendo conocido la vida en ambos bandos de la controversia de ateos contra creyentes, Lewis sabía que en el centro de la negación atea había dos cosas fundamentales. La primera es el deseo de verse libres de las ataduras de la moral y la segunda, instigada por la primera, es una forma de reduccionismo deliberada que intenta demoler la razón; porque todo hombre sabe bien en lo profundo de su ser que la razón es el orden natural de los pensamientos y que detrás de todo orden natural, está Dios.

Mi frase predilecta en esa obra, The Abolition of Man, es ésta:

«Quizás estoy pidiendo una imposibilidad. Quizás en la naturaleza de las cosas, la comprensión analítica debe ser un basilisco que mata todo lo que ve y que solo puede ver por medio de matar. Pero si los científicos mismos no pueden detener ese proceso antes de que alcance y mate también a la Razón, entonces alguien tiene que detenerle.»

Este libro es quizás una de las más límpidas defensas de la Ley Natural que se puedan leer. Luego Lewis trasladaría las ideas de este libro al tercero de su trilogía de ciencia-ficción, That Hideous Strength. Lo que me interesa extraer de la obra de Lewis en general y de este libro en particular es su visión casi profética del futuro de la educación y de las ciencias. Este libro analiza valientemente lo que ya le había pasado a la sociedad en 1944, y de hecho lo que le iba a pasar a nuestra forma de entender el universo. Lewis desatiende las voces de gente como Bertrand Russel, que consideran haber llegado al fin de la historia o al comienzo de un nuevo mundo en el que el hombre se transforma a sí mismo en un dios y comienza a alterar la misma trama de la Ley Natural. Lewis deduce que la última conquista del hombre resulta en la abolición del hombre. Al enfocar toda su atención en sí mismo y subjetivizar todas sus experiencias, el hombre debe forzosamente destruir la razón que es el último resavio de divinidad que todavía vive en él. Los experimentos genéticos de los nazis ya le habían dado a la humanidad un adelanto de las tétricas maravillas por venir. Hoy lo tenemos confirmado: el aborto legalizado en los Estados Unidos ha matado muchos más americanos que todas las guerras combinadas desde la II Guerra Mundial. Lo que el odioso fragor de la guerra no pudo lograr fue tarea fácil para las ideologías de la muerte que provienen justamente de la negación de Dios y de la noche de la razón que sigue una vez que hemos quitado a Dios de en medio.

La obra de Lewis comienza como una crítica a un libro en uso en las escuelas de su tiempo Reflections on education with special reference to the teaching of English in the upper forms of schools. Este libro es quizás una de los primeros ataques a la verdad objetiva en las escuelas inglesas del siglo XX.

Si Gödel había probado la existencia de una verdad objetiva en el mundo abstracto de la Matemática, Lewis probaba en The Abolition of Man que la Ley Natural es su equivalente moral que existe fuera del hombre y no es una «construcción» que los hombres puedan modificar a gusto.

Las conclusiones de Gödel y Lewis en sus respectivos campos fueron malentendidas y mayormente ignoradas. El postmodernismo continuó avanzando como una hiedra maligna que llegó a invadirlo todo poco a poco.

Hoy vivimos en el mundo creado en su mayor parte por esos educadores que comenzaron subjetivizando toda verdad. Vivimos en cultura que acepta que una mujer mate a su propio hijo con solo presentar el argumento, «es mi cuerpo,» pero que al mismo tiempo considera que quienes creen en la transubstanciación sobre la base de las palabras de Cristo, «Este es Mi Cuerpo,» se exponen a una superstición peligrosa.

Las cosas han llegado a tal punto que el mismo Papa tiene que invertir tiempo y considerables argumentos filosóficos para desbancar el relativismo, una de las ideas más cercanas al sinsentido absoluto que se han producido en este desordenado mundo. Un mundo que ha llegado a aceptar que «todo es relativo» – con excepción de ese mismo axioma – que lejos de ser relativo es aplicado con fuerza absoluta buscando la destrucción de la razón. La Paradoja de Russell se vuelve a presentar disfrazada, con lo que se acentúa el peligro mortal que representa vivir la vida y organizar la sociedad humana sobre la base de una falsedad manifiesta que hemos elegido para reemplazar a la verdad.

Al principio decía que los ateos profesionales que tenemos que sufrir últimamente, presentan argumentos, pruebas, razonamientos totalmente carentes de rigor filosófico y científico, cuando no privados de todo sentido común. Pues, señores, esto no es algo que ocurrió de la noche a la mañana. Como Lewis bien lo apunta en 1944, se puede decir que hemos invertido serio tiempo y esfuerzo en educar ya a varias generaciones en las particularidades de la sinrazón subjetiva. Ahora no nos sorprendamos que gente como Bertrand Russell, Dawkins, Hitchens u Odifreddi aparezcan con un mundo de ideas apartado de las razones que enriquecieron nuestra civilización desde los tiempos de Epiménides.

Eso lo analizamos en otra ocasión.


[1] «No os empeñéis en negar la experiencia
De espalda al sol, el mundo inhabitado
Considerad esa simiente vuestra,
Que no fuísteis creados para vivir cual bestias
Sino para seguir virtud y ciencia.»

(Dante Alighieri, Divina Commedia, Inferno canto XXVI, 116-120)–Traducción del Autor.

[2] Si leyeran bien la Biblia, dejarían de creer, entrevista de Jesús Ruiz Mantilla a Piergiorgio Odifreddi, publ. El País Semanal, Madrid 6 de junio de 2008.

[3] Godel’s Proof. Ernest Nagel, James Newman, Douglas R. Hofstadter. Publ. 1958, New York University Press, New York.

[4] «Rum thing. Seems to have really happened once.»

[5] The Everlasting Man. G.K. Chesterton