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Carlos Caso-Rosendi

Si la ciencia es siempre más ‘avanzada’ que la religión ¿Cómo puede ser que los hebreos de la antigüedad lejana supieran con certeza lo que los científicos y el resto de la humanidad tardaron cuarenta siglos en aprender?

En una serie de escritos que comienza aquí, propongo que la exquisita afinación del Universo es coherente con las ideas judeo-cristianas de la creación que se definen desde San Agustín de Hipona en adelante pero cuyos principios se remontan unos 4.000 años en el pasado, hasta los tiempos del patriarca Abraham y aún a períodos anteriores.

La idea no es probar que Dios existe. Dios puede probar su propia existencia por medio de manifestarse misteriosamente a cada ser humano. La experiencia de Dios es personal y quienes deciden no creer en la existencia de Dios adoptan uno de dos caminos posibles, justamente porque son libres de hacerlo.

La ausencia aparente de Dios en el Universo nos da la opción de creer o no creer en El. Si Dios se manifestara en la existencia común de la humanidad y no estuviera prima facie oculto a nuestros sentidos, su propia presencia nos intimidaría y no sería posible dejar de creer en El, tal como ahora no es posible dejar de creer en los beneficios de la respiración. Uno es libre de no respirar pero es obvio que esa libertad solo puede ser ejercida por un tiempo limitado. Con Dios, en cambio, la experiencia puede ser dilatada, justamente porque Dios no hace manifiesta su presencia ni la necesidad de creer en El. Dios no nos intimida a creer y su aparente ausencia nos permite movernos en libertad.

Sin embargo en la concepción judeo-cristiana del mundo, Dios no está ausente sino que se manifiesta en forma indirecta o misteriosa. Quiero usar esa palabra en su significado arcaico de misterio, como se usa por ejemplo en «los misterios eléusicos.»

¿Por qué Dios se manifiesta de forma misteriosa en la concepción judeo-cristiana del mundo? Antes de contestar la pregunta debemos hacer un breve análisis histórico de las peculiaridades de la religión original abrámica de la cual se originan tanto el judaísmo como el cristianismo. Esta religión, que conocemos apenas por los registros contenidos en la Biblia y muy poco más, es radicalmente diferente de las otras religiones que le son contemporáneas. No es el propósito de este escrito analizar estas creencias a fondo—eso tomaría volúmenes enteros. Más bien deseo apuntar ciertas diferencias.

Yendo contra todas las religiones de su época, la religión de Abraham es primeramente monoteísta. Dios es Uno y existe por sus propios medios. En contraste, las religiones de la Medialuna Fértil son más bien desarrollos de un animismo más primitivo que tiene miríadas de dioses grandes y pequeños, cada uno con sus necesidades y flaquezas. Los dioses del mundo de la Edad de Hierro son simplemente como los seres humanos con una sola diferencia; son inmortales. En lo demás, son casi iguales a los humanos, tienen emociones fuertes, se casan, tienen hijos, triunfan y fracasan, son engañados etc.

Una de las cosas que distinguen al Dios de Abraham del resto del panteón caldeo-sumerio es su propia naturaleza, es eterno, no tiene principio ni fin. No se limita a ser meramente inmortal. Otra característica distintiva del Dios abrámico es su versión de la historia de la creación. Mientras que los demás dioses—todos desde un extremo al otro del mundo—crean el mundo a partir de algo (un árbol, el mar, una mujer, un dragón, etc.) el Dios de Abraham comienza ex nihilo, de la nada más absoluta. El comienzo del relato abrámico de la creación es simple y directo: «Beresith barah Elohim…» o sea «en el principio Dios creó…» No hay materiales con los que construir, ni dragones, ni nada. Cuando hace falta luz, Dios simplemente dice «hágase» y ahí está la luz.

Consideremos por un momento esto que es realmente único. De la palabra de Dios son creadas todas las cosas. Los humanos de todos los tiempos estamos acostumbrados a que un símbolo (como por ejemplo la palabra «luz») represente algo. Eso no ha cambiado desde el fondo de los tiempos. La idea, en una era tan remotamente alejada en el tiempo, que una palabra pueda existir antes del objeto que representa y ser la causa de tal objeto, es simplemente revolucionaria.

Cuarenta siglos más tarde

Cuarenta siglos después nos encontramos que una palabra en el código del DNA puede representar la diferencia entre dos tipos de seres vivos. Nos imaginamos, en profundísimas teorías al límite de la Matemática y la Física, que unas cosillas muy diminutas llamadas strings pueden cumplir una función comparable a la del DNA en la formación de los elementos básicos del Universo, una ligera diferencia en la vibración y en vez de plomo tenemos uranio. La relación palabra-realidad aparece en la ciencia de nuestros días como un eco lejano de la historia de la creación que cuenta el Dios de Abraham.

En los albores del siglo XXI pocos recuerdan lo que la ciencia afirmaba hace más o menos cien años atrás. Pero si rebuscamos un poco en los libros de historia notaremos que el mundo entero, Babilonia, Grecia, Roma y quienes les sucedieron, todos creían que el Universo simplemente siempre había estado ahí y que todo estaba atado a ciclos sucesivos, la anakuklosis [1], los inevitables ciclos o eras que dominaban la vida de la humanidad. El pueblo de Abraham experimentó muchas transformaciones en los siglos que pasaron, sin embargo nunca perdió la creencia de la creación desde la nada, a pesar de que el mundo entero pensara de otra manera. Hasta principios del siglo XX la creencia en un Universo estable y permanente se aceptaba como algo evidente. Einstein, con toda su maravillosa intuición, comenzó su vida creyendo en el Universo estable, pero al tiempo de su muerte las cosas comenzaban a cambiar y el Dios de Abraham iba a ser vindicado después de haber sido ignorado por cuarenta siglos en este asunto del principio del Universo.

En 1889 nacía Edwin Hubble en Marshfield, Webster County, Missouri. Para 1919 Hubble, que entonces era parte del plantel de astrónomos del Observatorio de Monte Palomar, confirmó lo que ya se venía sospechando desde hacía algunos años, que la Vía Láctea no era el Universo entero y que el «gas interestelar» que se apreciaba en los telescopios de la época, no era gas, sino enteras colecciones de galaxias. El Universo le daba a la humanidad y a la ciencia, otra lección de humildad. La tierra no era el centro del Universo; tampoco lo era Sol, la estrella más cercana a la tierra; ni tampoco era nuestra galaxia el Universo entero… era apenas una galaxia promedio entre incontables galaxias esparcidas en la inmensidad hasta donde los telescopios podían ver.

Usando los descubrimientos de Christian Doppler, Hubble y sus colaboradores se disponían, sin saberlo, a darnos otra cucharada de humildad. Establecieron la correlación entre el espectro lumínico y la velocidad de alejamiento de una galaxia, lo que a su tiempo resultó consistente con las ecuaciones de Einstein de la Relatividad General, indicando que nuestro Universo se expandía a la velocidad de la luz en todas direcciones, aunque Einstein se resistía a admitir que el Universo no era estable y había tenido que agregar a sus cálculos un «tensor,» una variable que le permitía ajustar ciertas anomalías que luego fueron identificadas como resultantes de la expansión isotrópica del Universo. Corría el año 1929.

Esta confirmación de Hubble le daba la razón a los cálculos, puramente matemáticos del Padre Georges Henri Joseph Édouard Lemaître, un sacerdote católico belga, descendiente espiritual de Abraham y parte de la tozuda descendencia del hebreo que creía en la creación ex nihilo. Al ese buen religioso católico se le considera el también el padre del Big Bang, la Teoría de la Gran Explosión. En 1927 publicaba en Les Annales de la Société Scientifique de Bruxelles el artículo Un Univers homogène de masse constante et de rayon croissant rendant compte de la vitesse radiale des nébuleuses extragalactiques[2]. En ese reporte el Padre Lemaître presentó la idea del Universo en expansión. Con el tiempo completó la derivación matemática de las primeras observaciones de Hubble y su equipo. Como Bélgica es un país muy pequeñito, muy poca gente se enteró de esta revolucionaria conclusión del buen Padre Georges. Einstein, descendiente genético de Abraham que había perdido la creencia de sus ancestros de cuarenta siglos, se resistía a creer en un Universo en expansión. Para entender el Universo, Einstein necesitaba que se quedara quieto y no se moviera hasta que él terminara de figurarse como funcionaba. En buen francés le dijo al Padre Lemaître «Vos calculs sont corrects, mais votre physique est abominable.» [3] Lamentablemente para Einstein, el sacerdote estaba en lo correcto. Mientras ellos charlaban de física amablemente, un grupo de físicos y matemáticos compuesto mayormente por franceses y alemanes comenzaba a empujar las fronteras de la Relatividad General y entraba en el territorio salvaje e inexplorado de la física cuántica.

El Padre Lemaître murió en 1966 poco después que Penzias y Wilson descubrieran el telón de radiación de microondas que confirmara la explosión inicial del Big-Bang que hizo posible calcular la edad del Universo en 13.5 mil millones de años.

Con el tiempo otros hombres de ciencia propusieron que toda la materia del Universo había estado concentrada en un punto millones de veces más pequeño que el punto que termina esta oración.

Ese punto, nos dicen los astrofísicos hoy día, comenzó a expandirse de una manera precisa y deliberada que permitió el desarrollo de 17 constantes universales sin las cuales nuestro Universo jamás hubiera podido existir. Si tan siquiera una de estas constantes fuera modificada en grado de 0.140 el Universo no se podría sostener. Para que esto resultara así, tuvieron que ocurrir una serie de hechos particulares, que los científicos llaman singularidades. Estas singularidades sugieren una Voluntad externa y anterior al continuum del espacio-tiempo (si es que se puede llamar externo y anterior a algo que «estaba-está-estará» allí cuando no existían ni el tiempo ni el espacio propiamente dichos.)

Roger Penrose y su colega Stephen Hawking, ambos renombrados astrofísicos, concluyen que todas las singularidades indican que existe «una fuerza que es previa e independiente al Universo.» Agregan que «no se puede rechazar la existencia de esta singularidad. La teoría es tan sólida que muchos astrofísicos ya aceptan la conclusión metafísica: la necesidad de un Creador, fuera del espacio y del tiempo».

De toda esta serie de singularidades, vuelvo a concentrarme en la única que le fue revelada al pastor Avram, a quien luego Dios le daría un nuevo nombre: Abraham. Este oscuro personaje, hijo del jefe de un clan de pastores-guerreros que habitaron la Medialuna Fértil cerca de Ur hace cuarenta siglos, sabía ya entonces que el Universo había comenzado de la nada, que todo había tenido un principio aunque intuitivamente pareciera que nada cambiaba y todo giraba en ciclos que el hombre podía observar. Este mismo hombre, un hombre de acción al filo de la prehistoria, sabía que Dios el Creador de todo–El que no tiene principio ni fin–de alguna manera era externo y anterior a su creación.

Ese mismo Dios le prometió a Abraham “haré tu descendencia numerosa como las estrellas del cielo” lo que al pobre Abrahán, de 90 años, sin hijos y casado con una «chica» de 80 le debe haber parecido una broma de mal gusto. Pero creyó y le hizo caso a Dios. Creer o reventar, más de la mitad de la población del mundo de hoy dice creer en el Dios de Abraham, a quien Dios nombró «Padre de Naciones» hace cuarenta siglos. Y el resto del mundo finalmente está de acuerdo con Abraham en que ciertamente hubo un principio y algunas de las cabezas más brillantes de este planeta, luego de estudiar cuidadosamente el asunto, comienzan a vislumbrar la obra de esa Singularidad Absoluta que habló con Abraham hace cuarenta siglos en una colina de Caldea.


[1] La idea de decadencia en la historia occidental, Arthur Herman. Publ. Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, pag. 25 de la edición castellana. Original The Idea of Decline in Western History, Simon & Schuster Inc., 1997.

[2] Un Universo homogéneo de masa constante y radio creciente resultante de la velocidad radial de las nebulae extragalácticas.

[3] Vuestros cálculos son correctos pero vuestra física es abominable.